Ya no recuerdo si fue mi idea o fue de Jimena, pero el caso es que un día, entre broma y broma, surgió el plan muy en serio de reunir a un grupo de amigos músicos, bailarines y actores, para que juntos construyéramos un bote con el cual pudiéramos navegar alrededor del mundo, presentarnos en otros lares y explorar nuevos horizontes sin necesidad de esperar que algún productor acaudalado estuviera dispuesto a invertir su dinero en nosotros.
Enseguida empezamos a divulgar el plan entre nuestros conocidos y a convocar a la tripulación. No faltaron los entusiastas. El deseo de viajar es intrínseco al artista escénico. Somos descendientes directos de juglares, saltimbanquis y cirqueros que otrora recolectaran historias de aquí y de allá en sus andares itinerantes; para después llevar consigo, a donde quiera que fueran, estas noticias, cuentos, fantasías y chismes. Ante un público extasiado compartían su bagaje traído de otras latitudes a través de canciones, acrobacias, coplas y danzas.
El intérprete errante de aquel entonces —mas también el sedentario de ahora— se alimentaba de las monedas de una audiencia agradecida, pero sobre todo se nutría del aplauso, de la risa y del llanto de sus espectadores. Un artista escénico está en constante mutación de pieles, de épocas y de geografías.
Para la empresa transocéanica recibimos en el equipo a todo aquel que así lo deseara y pusimos en seguida manos a la obra. Lo primero que requeríamos era conseguir el material para construír la embarcación. A Javier se le ocurrió la genial idea de usar despojos de escenografía. Contactamos a varios tramoyistas que estuvieron dispuestos a echarnos la mano: se harían de la vista gorda mientras nosotros sacábamos escenografía y utilería de obras, ballets y óperas pasados que llevaban años arrumbadas y embodegadas en los sótanos de los teatros. Les preguntamos que si a cambio querían viajar con nosotros —aparte nos vendría muy bien su experiencia jalando cuerdas y trepando andamios— pero respondieron que ellos no pertenecían al viento marítimo ni al rayo del sol, en cambio sí a la oscuridad tras bambalinas o a los sigilosos pasos de gato. Tras desmontar y desarmar, logramos reunir los suficientes tablones para la cubierta, la quilla y los mástiles, además de la tela para la mayoría de las velas.
A pesar de la exaltación inicial, poco a poco los ánimos se fueron disipando y unos y luego otros fueron desertando, hasta quedar la escuadrilla considerablemente mermada. Aunque originalmente parecía una emocionante odisea, resultó no estar dentro de las posibilidades de varios que prefirieron o tuvieron que dejar de acudir al astillero. Dejaron de presentarse porque tenían ensayos o funciones; porque las madres solteras ya no tenían con quien encargar a sus hijos; porque llevaban enfermos tres meses pero no les alcanzaba ni para el doctor ni para las medicinas; porque tenían el call back de un casting para un comercial muy bien remunerado, o la prueba de vestuario de una producción que fracasaría a los dos meses de estrenada, o la firma de un contrato abusivo; porque tenían que ir a dar clases a Las Lomas y les tomaba hora y media de ida y hora y media de vuelta; porque no tenían ni para el metro para llegar al taller; porque les dolía la ciática. Así, por diversos motivos, para más de alguno, emprender el viaje se fue convirtiendo en una pretensión insostenible.
A pesar de los contratiempos, un día, la renuente tropa logró concluir el ensamblado de una barca que se veía, a nuestros orgullosos ojos de padres, como toda una ilusión. Sin mayor demora abordamos y zarpamos emocionados por la aventura que se avecinaba. Surcamos los canales del muelle sin saber al principio en qué dirección se encontraba el mar. Cada vuelta que dábamos nos encontrábamos con más embarcaciones atracadas. Cuando por fin logramos divisar el océano con el latigazo de una mínima corriente marina, nuestra embarcación se desarmó y toda la tripulación fue lanzada al agua.
Esa tarde de previa euforia, naufragamos en las inmediaciones del puerto. Ahí estábamos los intrépidos navegantes sumergidos en la derrota, con los escombros de escenografía flotando a nuestro alrededor: el telón de El Tío Vania en una ola, el ciclorama de El Lago de los Cisnes en otra, la casa de Dorothy del Mago de Oz encallando, los bastidores de una puesta contemporánea de La Casa de Bernarda de Alba se mecían con la marea mansa, mientras la estructura del palacio chino de Turandot se hundía lentamente desprendiendo una sarta de burbujas y el cráneo de Hamlet nos cuestionaba.
Dibujo a colores, plumón y digital de: Mariana Roldán / Instagram: marianaa_roldan
Que aventura es emprender!! ….”Y el craneo de Hamlet nos cuestionaba” jaja
Me encanta tu narrativa!
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Así es, llena de contratiempos
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