«¿Quién soy yo?», dijo la oruga

Porque los sueños sólo se entienden en el contexto de la vida de su soñador, les cuento sobre mí, su más humilde sueño-servidora.

Si así tiene que ser y tenemos que hablar de mí y no de ti, te digo que a primera vista destaca mi nariz. Mi nariz larga y delgada con una pequeña giba, se erige orgullosa en el centro de mi rostro. Descendiente de narices que otrora sirvieran de astrolabio, indicando con la punta el camino de regreso a casa después de largos viajes en las aguas del Mar Egeo, el Mar Negro, el Mar de Mármara y el Mediterráneo. Hoy en día y en la Ciudad de México, mi nariz no sirve para nada, así lo dijo el alergólogo, no yo.

Para continuar hablando de mí, te cuento que mis prominentes incisivos superiores asemejan a los de un roedor, seres a los que sin ningún discernimiento les tengo una fobia desmedida. Todo empezó desde aquel día en que una ardilla armada con una jeringa, de cuya aguja aún goteaba sangre, me atacó. Verídico.

Mis cabellos rebeldes no sólo enmarcan mi cara sino que se escurren por encima de ella, la atraviesan, se rebasan unos a otros tanto por la derecha como por la izquierda; sin pisar freno giran en glorietas a la altura de mis sienes y continúan trazando sus caminos desordenados por más cepilladas correctivas que les aplique.

Mis ojos tienen el color de los olivos cosechados por mis ancestros paternos, pero están rodeados de párpados con la ensoñación de los Valenzuela.

Mi espalda, hombros y brazos musculosos contrastan con el resto de mi larguirucho cuerpo.

Nací en el aquel entonces Distrito Federal, un mes antes del terremoto del 85 que destruyera a su paso, entre otros muchos edificios, la clínica en la colonia Roma en la que mi mamá me parió. Crecí como plántula en invernadero en la apacible ciudad de Colima, entre calores húmedos, obligadas siestas repletas de sueños, aborrecibles mosquitos y flemáticos árboles viejos que  daban sombra y se dejaban trepar. Regresé a la tierra que me vio nacer, ahora Ciudad de México, con avidez de más historias y me encontré con un mar de ellas.

Soy desde hace catorce años mascota de una gata con nombre de navegante griego: Ulises. Dicho apelativo no parece haberle causado ningún conflicto de identidad, al fin que a la pobre la esterilicé antes de alcanzar la madurez sexual. Mas parece haberle afectado en el carácter. Su temperamento surca aguas de un océano generalmente manso, pero repentinamente y sin previo aviso, es violentado por terribles tormentas cuyas olas sacuden embravecidas la embarcación en la que viaja el genio de mi inocente gatita de ojos de plato.

Soy de todas las razas. Llevo como estandarte la humanidad; la humanidad no como especie depredadora de sus congéneres y distintos, sino como filosofía de observación, sensibilidad, comprensión y compasión hacia dentro y fuera de uno mismo.

Creo en lo divino mas no tengo religión, culto, ni fe. Me gusta lo bello por bello y lo feo por feo. Todo me resulta una hazaña, lo cotidiano y lo extraordinario. Cada hazaña satisfecha es motivo de festejo. Luego entonces celebro a diario un sinfín de retos alcanzados: regar las plantas, manejar en el tráfico, pedir una cita por teléfono. Pero también me la vivo abrumada por el peso de la existencia misma.

Más de una vez he tenido arcadas o he incluso vomitado de coraje. Se me suele pasar en un santiamén, mas rara vez olvido. Sufro por las guerras, las injusticias, el dolor infringido; me curo las heridas con risas de niños, flores, chocolates, charlas amenas, caricias a Ulises y sueños.

Mis recuerdos de infancia tienen que ver con búsquedas de soluciones. Cómo las luces del carrusel se encendían y apagaban tan rápido que daban la sensación falsa de que giraba; cómo en un tenedor los cuatro trinches estaban intercalados por únicamente tres huecos y no cuatro como hubiera yo sospechado; cómo estaba tejido el mantel de forma que en este cuadro sólo se veía el hilo amarillo y en este otro únicamente el café, cómo derrotaría al robachico que intentara secuestrarme.

Si hoy me preguntan a qué me dedico les digo qué no sé. He sido actuaria y actriz, asistente de producción, bailarina, miss de ballet de día, bataclana de noche; mala consejera: «haz lo que quieras», te diré siempre, amante de lo vivo y de lo muerto, edecán de lucha libre, mesera por un mes de mi restaurante favorito en Colima;  romántica empedernida, sobreviviente de mí misma, de la edad de Cristo y de la degustación de tacos callejeros; habitante de varias realidades, de varios Méxicos, de varios mundos; contadora de sueños, freelancer, revoltosa según varios de mis jefes; hippie para algunos, fresa para otros, Sofía para mí; buscadora de historias en los rostros, en las conversaciones con extraños y amigos, en los paisajes y En Sueños.