En cierta ocasión, en el marco de un festival de música internacional, al comité organizador se le ocurrió que, para hacer partícipe al pueblo, sería buena idea apoyar a un ciudadano común y corriente para que éste compusiera una sinfonía. La obra resultante sería interpretada en Bellas Artes por la Orquesta Sinfónica Nacional durante la clausura del festival.
El mismísimo conductor de la Orquesta se presentó una mañana frente mi casa para darme la noticia de que, para mi sorpresa, en el sorteo había sido yo la seleccionada para dicho honor. Aterrorizada, le traté de explicar al señor director que yo no era la persona indicada, que apenas y sabía algo de música: las notas —do, re, mi, fa, sol, la, si, do—, la clave de sol, las negritas y las blanquitas, pero que nunca, ni en muchas vidas de intención, hubiese yo podido componer, no digas una sinfonía: no, no hubiese podido siquiera componer Martinillo, la canción para niños sobre un hombrecito que toca la campana. Es más, no estaba absolutamente segura de qué era una sinfonía. Pero él no quiso escuchar de pretextos ni excusas y se marchó dejándome con el vacío desolador que antecede a la creación y llena de susto e impotencia.
El señor director dejó muy claro que debía de hacerlo, no había manera de escapar del compromiso, el resultado del sorteo se había publicado en todos los periódicos y noticieros y los ojos y expectativas estaban puestos sobre mí. No obstante, no comencé luego luego, el miedo me obligó a procrastinar: les hablé a todos mis conocidos para contarles del desafío y lo discutimos, pasé horas jugando Solitario en la computadora, perdí la cuenta de cuántos panes con Nutella me preparé y me zampé, me eché maratones tras maratones de series. Así se fue yendo el tiempo y me fui acercando peligrosamente a la fecha de entrega y entonces fue que me puse a estudiar: escuché cientas de sinfonías, tomé apuntes, vi documentales, tutoriales en Youtube y clases en Coursera. Cuando creí haber entendido más o menos, me dispuse a tocar notas aisladas en el teclado, luego dos consecutivas y después tres seguidas. Agarrando confianza, probé usar la mano izquierda para tocar notas graves y formar tímidos acordes. Componía, o intentaba componer, como el burro que tocó la flauta.
Durante días y noches dejé de dormir, de comer, de bañarme; encerrada en mi habitación me dediqué en cuerpo y alma a sacar adelante la gran responsabilidad que se me había impuesto. Mis papás preocupados por mi salud pusieron a mi alcance las mayores delicias terrenales para ver si así lograban alimentarme y distraerme de mi enajenamiento. Pero ni con la banana Split, ni con los tacos de cochinita pibil, ni con el queso provoleta consiguieron sacarme de mi diligencia.
Cuando llegó la fecha límite, me encontré con que mi habitación estaba regada de partituras con notas musicales por doquier y de un banquete intacto en proceso de descomposición. No cabía ni un alfiler, ni una corchea más y todo esto apestaba a rayos. Estaba agotada y en los huesos. El último movimiento, no estaba segura de haberlo compuesto despierta o en sueños. No podía más con mi alma, pero podía decir que estaba medianamente satisfecha porque lo había dado todo de mí.
Mi cabeza caía pesada sobre el escritorio en el que llevaba no sé cuántos días y noches trabajando sin parar, cuando en eso el director se apersonó en mi cuarto, mis padres lo habrían dejado pasar. Al verme tan cansada no dijo ni una sola palabra, recogió las partituras y se marchó; yo en mi densa duermevela no conseguí siquiera despedirme. Entonces indefensa me entregué resignada a los brazos de Morfeo …
Cuando desperté, me sacudí el sopor y tomé un taxi a Bellas Artes. Para estos momentos ya debía de haber comenzado la orquesta a tocar mi sinfonía. Entré corriendo a la sala y en cuanto abrí la puerta del palco, mi creación alcanzó mis oídos. ¡Violines, chelos, clarinetes y trompetas tocaban la obertura, se escuchaba bien y la gente estaba atenta! No cabía del orgullo.
Al finalizar la obertura, se hizo un breve silencio y el nuevo movimiento comenzó y abruptamente todo cambió. El público desde las butacas cuchicheaba entre sí. “Esto es un plagio” escuché que alguien murmuraba. Todo mundo hablaba y hablaba mal de mi obra: “Esto no es música”.
Cada vez el barullo era más y más fuerte. Los músicos, liderados por el director que no dejaba de batir enérgicamente su batuta, intentaban seguir tocando sobre las palabras ofensivas de la audiencia. La gente enloquecida comenzó a tirar al escenario tomates maduros que se estrellaban y reventaban sobre las cabezas de los músicos, sus atriles y en sus calzados negros recién lustrados.
El director no les indicaba a los músicos que pararan, así que los arcos eran más fuertemente presionados contra las cuerdas, los vientos se exprimían hasta el último aliento de los pulmones, las percusiones eran golpeadas hasta hacer retumbar los lacustres cimientos del Palacio de Bellas Artes.
Mi creación estaba enfurecida, exaltada junto con los músicos que seguían tocando bañados en puré de tomate. La sala era ya un mercado, las mujeres perdían el glamuroso chongo, los varones se arrancaban sacos y camisas haciendo reventar los botones, nadie estaba sentado, se gritaban de luneta a palcos, de palcos a galerías y todos participaban en el apoteótico levantamiento armado de tomates contra mi sinfonía.
Me escondí detrás de un pilar y vi todo este desbarajuste con asombro y culpa.
Video de: David Flores Rubio / Instagram: dfloresrubio / Facebook: David Flores Rubio