«Encontraron fosa con al menos 166 muertos en Veracruz.» «Mataron al amigo de mi papá en una gasolinera.» «El Gobierno venezolano ha elevado la alerta militar en todas sus fronteras para impedir el paso de la ayuda humanitaria.» «Me asaltaron y me agarraron a golpes por resistirme.» «Dos policías muertos y tres heridos en un atentado suicida en El Cairo.» «México es el país sin guerra más peligroso para ejercer el periodismo.» «Repunta el antisemitismo en Alemania.» «Lleva seis años desaparecida.» Entonaban lacerantes los conductores de noticieros en teles encendidas, en estaciones de radios sintonizadas; señalaban las letras impresas en los titulares del papel periódico, en los buscadores de las redes virtuales; se lamentaban con un dejo de resignación la gente a mi alrededor.
Llegó un punto en que nuestras voluntades, la de Ulises (mi gatita con nombre de macho humano) y la mía, se quebraron. Asqueadas de las malas noticias, de las injusticias sociales, de las guerras, del maltrato a niños, a mujeres, a hombres, a minorías; impotentes ante la extinción de especies que ya no conocerían las nuevas generaciones, ante el atropello al planeta; hartas de las groserías y de los engaños; de la corrupción y del abuso de poder; entristecidas por los dolores innecesarios; un buen día, sin decir agua va, nos dimos a la fuga. Tomamos un helicóptero milagroso que se alzó por los cielos, despegándose de aquella violencia que ya no nos sentíamos capaces de soportar.
Fuimos tan pero tan alto, tan pero tan lejos, que llegamos a una isla de la que no se tenía registro en ningún mapa; a una tierra que ningún satélite había jamás fotografiado; a un suelo que ningún pie humano había pisado. Descendimos lentamente y la velocidad con que las hélices giraban hizo que los pastos se doblegaran, las frondas de los árboles se estremecieran; y que un conejito saliera dando brinquitos para guarecerse en su madriguera. Cuando estuvimos a una distancia pertinente, Ulises y después yo, saltamos a tierra firme. Entonces el helicóptero se volvió a elevar por su cuenta. Lo vimos subir alto, muy alto; se hizo pequeño, muy pequeño; hasta que lo perdimos de vista.
Una vez que el helicóptero nos había depositado y abandonado en ese terreno recóndito, miramos a nuestro alrededor. Solamente, del dibujo de un niño cándido e ingenioso que hacía uso de todas sus crayolas, de todos sus lápices de colores y de todas sus acuarelas, pudo haber salido lo que nuestros ojos vieron.
Con muy buen ánimo, Ulises y yo nos dispusimos a reconocer el terreno. Era un campo en lo alto de una montaña donde el pasto era verde en su más pura definición de verde. Estábamos rodeadas de otras montañas, de una de ellas caía una pródiga cascada, en la que se refractaba un definido arcoíris; animales corrían libres por ahí y descansaban plácidamente por allá; había flores y mariposas de tantos colores. La caja de crayones de nuestro dibujante era de lo más variopinta.
Ahí olvidábamos todo lo que habíamos dejado atrás: lo bueno y lo malo. Empezábamos todo de nuevo, juntas en un mundo más fácil de ver, de escuchar y de vivir.
Imagen de: Annamaria Savarino Drago / Instagram: @a.savarino / Facebook: Annamaria Savarino Para leer sobre el artista y su colaboración con En Sueño, da click en el botón de abajo.
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