Una mujer güera que usaba una gorra negra de visera perfectamente curveada. Que vestía una camisa polo, también negra, con un logotipo a la altura del corazón que no alcanzaba a distinguir desde donde yo estaba. Que sonreía y levantaba los brazos recibiendo la ovación del público.
Menos de un paso atrás, casi hombro con hombro, un joven también güero de camisa polo negra, con el mismo logo ilegible bordado en el corazón y cachucha negra de visera curveada. Eran del mismo equipo de carreras de autos. Quizá estoy usando incorrectamente el lenguaje técnico y no son carreras las que se juegan. Tampoco estoy segura de si es que se juegan, ni si son autos los que se corren, ni si son equipos los que compiten. No sé, ¿está bien? No lo sé. Me declaro verdaderamente ignorante del tema. Sólo esa única vez fui al Autódromo con boletos regalados y podría buscar en Internet los términos correctos, pero ese no es el punto.
La mujer laureada, probablemente por una reciente extraordinaria actuación en la corrida de autos —iban demasiado rápido para que yo pudiera registrar quién compitió, quién ganó, de qué se trató todo (brrrrrrrrrr fum, fum, fum)—, y detrás de ella, un compañero suyo .
Cuando ella por fin bajó los brazos que había tenido hasta entonces en forma de «V» mayúscula de Victoria para cachar y recibir los profusos aplausos de sus admiradores; él de inmediato tomó entre sus manos las manos de ella y las comenzó a masajear. Ella no dejó de sonreírle ni un instante a su enloquecido público, pero consentía de muy buena gana la atención de su compañero.
Nunca había reflexionado sobre lo cansado que debe de ser para las manos correr a esas velocidades un auto. El volante ultra mega sensible al más mínimo viro, a cualquier aspereza en la pista, empuñado hasta el engarrotamiento a modo de un generador de confianza y seguridad para el conductor; tan útil como el placebo que se obtiene de la mantita a la que se asen los niños cuando empiezan a caminar.
Innumerables veces había leído en libros: «el conductor aferraba el volante haciendo botar sus nudillos blanqueados ”. La primera vez que lo leí hice la prueba prensando mi puño con mucha fuerza y es verdad: si lo aprietas duro los nudillos se blanquean por la privación de la corriente sanguínea.