Ulises en llamas

Mis papás, Abraham, Ulises (mi gata) y yo celebrábamos sentados alrededor de una mesa redonda. Al centro de la mesa un pastel lucía una esplendorosa velita encendida. Su flama se contoneaba sobre el pabilo, el albor contagiaba su danzarina alegría por todas las paredes de la habitación en una especie de juego de luces y sombras.

Supongo era cumpleaños de Abraham pues en eso, lleno de regocijo, el antedicho sopló con todas sus fuerzas sobre la tarta intentando arrancarle la lumbre a la vela, la vida al fuego.

La llama vaciló, pero en lugar de esfumarse, la llama blandida se recostó agónica. En la horizontalidad, decidida a no morir, la flama alargó y estiró sus tentáculos en búsqueda de un báculo donde apoyarse para recuperar la verticalidad y continuar el interrumpido baile que hacía apenas unos segundos le atañía. Quería bailar, hipnotizar con su cadencia, arder.

Finalmente, los tentáculos exploradores del fuego habían encontrado donde reincorporarse, donde revivir y avivarse: ¡en el pelaje de Ulises que se sentaba justo del lado opuesto de la mesa que Abraham! Fue tan de súbito que no lo entendimos de inmediato. En cuanto salimos de nuestra perplejidad y pudimos reaccionar, la lumbre poseía a Ulises, como un parásito que sólo busca sobrevivir, aunque sea a costa de la salud o, incluso, de la vida de su anfitrión.

¡ULISES!

Exclamé exaltada y corrí hacia ella inútilmente. Mi papá, en cambio, tomó la jarra de agua de la mesa y sin pensarlo dos veces, heroicamente, la vació encima de Ulises. Enseguida el fuego se apagó del pelo que empapado se pegaba a su esbelta figura felina y hacía ver los ojos de Ulises más expresivos que de costumbre. Nosotros nos congratulamos y suspiramos aliviados, pero Ulises siguió asustada y alerta casi como si pudiera adivinar que eso no se había terminado ahí, que lo peor no había siquiera comenzado.

Todos sonreíamos cuando inexplicablemente, a pesar de la humedad, una pequeña chispa resurgió de entre los escombros. Ulises dijo «Miau, miau, miauuuu». Y sus ojos se desorbitaron entre el pánico y el dolor de las llamas cada vez más altas y furiosas que ardían abrasantes nuevamente sobre ella.

No. ¡¿Cómo era esto posible?! El agua las había ahogado. Todos lo habíamos visto.

No había tiempo para preguntas.

«Hay que ahogar el fuego», prorrumpió mi mamá.

Abraham rápidamente se quitó la chamarra negra de piel y envolvió presuroso con ella el cuerpecito encendido de Ulises que seguía sobre la silla de enfrente. Inútil, sin saber cómo ayudar, cómo reaccionar, vi debajo de la chamarra negra de piel de Abraham los ojos suplicantes de Ulises que a su vez se clavaron en los míos pidiendo clemencia, auxilio, quizá, incluso, una explicación, varias explicaciones. A través de sus ojos yo lo entendí todo, entendí sobre el dolor, sobre el miedo a la muerte, sobre el amor, sobre lo qué es estar vivo, sobre lo poco que entendemos y sabemos.

El fuego había cedido a la falta de oxígeno, había sido derrotado nuevamente y Abraham retiró su chamarra y triunfante descubrió a Ulises. Su pelaje estaba ennegrecido, ensortijado y tasajeado. Pero se recuperaría. Sonreí con el alma aliviada, sin quitarle por un segundo la vista de encima a esa gatita que tanto quería.

¿Por qué la quería tanto? Años de estar juntas, nos habíamos visto crecer, nos habíamos cuidado, acompañado, molestado la una a la otra, jugado, maldecido, mudado de casa y de vidas en incontables ocasiones. Ahora pude adivinar que ella chamuscada también me sonrió de regreso, sin la travesura y agudeza del gato Cheshire de Alicia, tan sólo con la dulzura propia de Ulises.

En eso, de entre las cenizas, una brasa, una llamita y, de pronto, renació sin advertencia el Fénix, mitad ave mitad fuego, con su plumaje llamativo y majestuoso, levantando el vuelo y arrasando con todo resquicio de esperanza. 

El cuerpo de Ulises, como la zarza ardiente que encontró Moisés, o que lo encontró a él, en el Monte Sinaí, no parecía consumirse, seguía su enigmática silueta gatuna intacta, pero sus ojos perdían brillo, ya no me veían suplicantes, ya no me veían, ya no veían nada a pesar de seguir abiertos. Sus ojos, no sus ojos, su mirada, era la que se consumía.

Entre llantos y sollozos ininteligibles, mocos y lágrimas, caí en la cuenta que ya no había vuelta atrás.

Tomé la chamarra negra de piel y abracé el cuerpito prendido, lo apreté contra mí, sentía como ardía, pero no me quemaba a través de la chamarra. Sus ojos procuraban buscar los míos, cada vez le era más difícil, cada vez sus globos oculares se alejaban menos de un par de canicas frías de vidrio.

Ulises, no te mueras, por favor. No te vayas de este mundo sin saber que te amo, que te amo con todo mi corazón, no me dejes, por favor, quiero que sepas que te amo y que tenernos la una a la otra le ha dado a mi vida sentido muchas veces que todo lo demás parecía inútil. Mueres, te me vas, pero no te vayas con otra cosa que con mi corazón, llévatelo. Te amo mi niñita. Te amo mi gatita. Te amo mi bichita. Te amo… Adiós… adiós, hasta pronto mi Uli.

Pintura acrílico en tela de: Jonathan David Sainz / Instagram: @jonathan_gainz / Facebook: Jonathan David Gainz

Para leer sobre el artista y su colaboración con En Sueño, da click en el botón de abajo.

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