Road Trip 301

Patricia hecha un mar de lágrimas me dijo, “Acompáñame”; y la acompañé, ¿a dónde? a donde ella quisiera ir. Quiso ir al desierto.  Tomamos mi auto y manejamos cinco horas al borde de poblados hasta que llegamos a tierra yerma.

Qué paz da la vastedad del desierto. A nuestro alrededor había únicamente montañas áridas y cactus de muchos brazos. El sol magullaba a través de los vidrios de las ventanas y del parabrisa, la piel picaba, pero el aire acondicionado refrescaba nuestro ambiente .

Hablamos de Edgar, más precisamente Patricia habló de Edgar, despotricó, explicó, lo extrañó, lloró y luego se quedó dormida; despertó, prendimos la radio y cantamos a grito pelado, volvimos a hablar sobre Edgar, esta vez yo dije: “la verdad era sólo cuestión de tiempo”; y entonces Patricia lo defendió: “en realidad, es un muy buen hombre, sólo está confundido.” No dije más; jugamos a veo veo qué ves, pero no había mucho más que ver fuera del sol incandescente, los cada vez más espaciados cactus y las montañas. Cuando nos dio hambre abrimos la bolsa de papitas que habíamos comprado en la última gasolinera antes de entrar al páramo.

A las afueras de un lejano poblado un letrero desvencijado y oxidado ponía en letras rojas a medio descarapelar: “TOME SUS PRECAUCIONES. ÚLTIMO PARADOR ANTES DEL DESIERTO.” Patricia lo alcanzó a leer y me advirtió.

El señor que nos atendió en el despachador de gasolina, se asomó  a través de la ventanilla del conductor, y sin quitarle la mirada de encima a Patricia, que se sentaba en el lado del copiloto, me preguntó con acento norteño: “¿Cuánto va a querer?”; “Lleno el tanque, por favor, y de una vez si nos puede checar los niveles y las llantas también, por favor.” Contesté.

“Sí, señorita” me respondió a mí, pero con los ojos aún clavados sobre Patricia. Y no se engañen, el señor no estaba siendo grosero echándole miradas lascivas a Patricia ni mucho menos; no señor, simplemente no podía dejar de mirarla. Yo ya estaba acostumbrada. Ni yo ni nadie podíamos hablar de frente con Patricia sin embriagarnos con la luz inocente de sus ojos, los hoyuelos de sus mejillas, lo elegante de su porte, lo brillante de su piel. Su belleza simplemente no podía pasar desapercibida ni por un instante, se apoderaba de las conversaciones, de los salones, de hombres y mujeres, de solteros y casados, niños y ancianos. “Qué tonto Edgar que te puso el cuerno con Laura, tú eres mil veces más guapa.” “Vaya, puto consuelo de mierda” Había estallado Patricia.

“Voy a la tiendita para que nos rellenen las botellas de agua,” (en aquella época en que no se vendía el agua en botellas de plástico, el agua se regalaba); “¿quieres algo más?”, me preguntó Patricia. “Tráete unas papitas y un Carlos V, porfa. Toma, ten.” Busqué en mi monedero. “No, yo invito” “Va, gracias.”

Patricia regresó cuando el señorcito terminaba de checar la cuarta y última llanta. Mi chocolate se había derretido en el trayecto de la puerta del changarro al coche, era un batidillo dentro de la envoltura de papel aluminio (esta historia es de antes de que Nestlé comprara a Carlos V y envolvieran la barra de chocolate en plástico).

“¿Cuánto va a ser?”, pregunté.

“Trescientos cincuenta pesos” (todo esto sucedió antes de los gasolinazos), me contestó admirando a Patricia nuevamente por la ventanilla.

Saqué dos billetes de doscientos de la vaquita que habíamos hecho para casetas y gasolina.

“Así está bien, gracias”

“A ustedes, tengan cuidado con mi hermano”, dijo con su voz de norteño.

“¿Con su hermano dijo?”, preguntó Patricia inclinándose sobre mi asiento para ver mejor a nuestro interlocutor.

“No, no, señorita, yo soy hijo único, digo que vayan con cuidado”

Dentro del auto, Patricia y yo nos volteamos a ver confundidas. En fin, nos urgía subir los vidrios, encender el aire acondicionado, beber medio litro del líquido cristalino y adentrarnos a las entrañas del desierto.

Ahí estábamos a la mitad del desieto comiendo nuestro almuerzo chatarra, rodeadas de la ausencia de problemas, de personas y de dimes y diretes; fantaseando sobre nuestros planes a futuro; contándonos anécdotas de la infancia; olvidándonos de Edgar.

El paisaje desértico nos acompañó mientras el kilometraje avanzaba cientas de cifras. El sol bajó la guardia, se tornó rojizo y perdió perpendicularidad, sucumbía como los párpados de un niño que quiere seguir echando relajo, pero que es derrotado por la fuerza gravitacional del sueño.

Obscureció. Seguimos avanzando, los conos de luz irradiado por los faros del auto delimitaban el fragmento de carretera y de desierto que alcanzábamos a ver; el resto era de una negrura absoluta, la luna no se asomó y no fue suficiente el destello de una miriada de estrellas en el firmamento para alumbrar nuestro camino.

Patricia se dio cuenta de que los faros alumbraban algo más que el pavimento, la línea amarilla de en medio y lo cactus a la orilla de la carretera: ¡Era una construcción! ¡Un mesón!

Estábamos cansadas y no fue necesario discutirlo: pasaríamos ahí la noche. Bajé la velocidad y me salí de la carretera.

La puerta del lobby estaba cerrada. A través de la ventana se veía un hombre detrás de un escritorio iluminado únicamente por una lámpara. Tocamos a la ventana y nos miró sobre el vidrio de sus lentes de vista cansada y a través del vidrio de la ventana. Se apresuró a abrirnos.

“Adelante, adelante, señoritas, bienvenidas al Parador Santa Cruz” dijo con acento de la región aquel señor de profuso bigote, vestido de camisa blanca, pantalón vaquero ceñido con cinturón piteado y botas puntiagudas. Sobre todo llamó mi atención el radio transistor del cual se alcanzaba a escapar un constante ruido de interferencia y que le colgaba de una correa alrededor del cuello,sobre su pecho, justo encima de la panza de una persona que sobrevive al calor y al tedio del desierto a base de bebida de levadura de malta fermentada.

Cargó nuestras maletas al interior de la hostería y después se escondió detrás de su escritorio y se puso sus anteojos de vista cansada otra vez; sacó unos papeles y una pluma de un cajón y todo esto sin mostrar el habitual interés por la hermosura de Patricia. Yo al menos nunca había visto a nadie lograr disimularlo tan bien.

Llenando un formulario en hoja bond elaborado a máquina de escribir nos dijo: “Señoritas tienen suerte, el hotel está casi lleno. Nos queda una única habitación libre: la 301” – curioso, el hotel no parecía tener ni muchas habitaciones, ni estar lleno.

“¿Cuántas noches se quedan?” Alzó la vista para esperar nuestra respuesta.

“Sólo una.” Contestó Patricia.

“Mañana a primera seguimos nuestro camino.” Completé yo.

Entonces se dibujó una enigmática sonrisa debajo del profuso bigote del señor mientras nos veía fijamente a una y a la otra. Regresó a su papeleo: “Sus nombres completos, por favor.” “Patricia Araujo Valtierra” “Y Sofía Rozanes Valenzuela” Completé. Apuntó en la hoja de papel. “Son doscientos cincuenta pesos.” Saqué el dinero de la vaquita y le pagué.

Dentro de la interferencia del radio una voz imprecisa se filtró, el señor giró una perilla hasta sintonizarla correctamente, la imagen de la voz de una anciana se esclareció: “¿Cuántos son, mijo?” “Son dos jovencitas, amá. Ahora voy pa’llá.” “Sí, mijo. Muy bien, mijo.”  Interferencia. El señor bajó el volumen del aparato, sin embargo, la interferencia se seguía escuchando. Ni a Patricia ni a mí nos pareció oportuno preguntar nada al respecto. Sonreímos todos.

“Perfecto, aquí está su llave” La tomó de la celda detrás de él que decía 301. “Las acompaño”.

Cargó nuestras maletas y nos guió hasta nuestra habitación. Apagó la lámpara de escritorio de la recepción, la única fuente de luz, y el señor fue prendiendo y apagando los interruptores del pasillo conforme íbamos avanzando. Habrá quienes lo hubiesen llamado ecologista, habrá quienes lo hubiesen llamado viejo tacaño; lo cierto es que igual que en la carretera sólo podíamos ver a unos escasos metros frente a nosotros. Noté que el orden de la numeración de los cuartos no parecía tener sentido alguno: pasamos de la 127 a la 39  y de ahí a la 203. Se escuchaba la interferencia y el taconeo de las botas vaqueras de nuestro anfitrión. Llegamos delante del cuarto 301.

“Pásenlem señoritas” Abrió la puerta y esperó entráramos delante de él. Colocó nuestras maletas dentro.

Interferencia, la voz de la anciana otra vez: “Revisa si tienen toallas limpias, mijo” “Sí, amá, ya revisé en la mañana, amá.” “Checa otra vez, mijo” “Sí, amá.” El señor obedeció, bajó nuevamente el volumen del radio y se asomó en el baño, Patricia y yo nos asomamos detrás de él. Había dos toallas blancas dobladas. Sonreímos cortesmente todos.

 “Cualquier cosa que se les ofrezca estaré en la recepción.” “Gracias, buenas noches.”

Para cuando los pasos y la interferencia se alejaron por el pasillo, Patricia ya se había puesto la piyama y se había metido a la cama.

“Qué raro señor, ¿no?”

“Ay, no sé, estoy muy cansada, buenas noches, Sofía. Hasta mañana.” Dijo con los ojos ya cerrados y acurrucada de ladito.

“Buenas noches, descansa.” Dije y saqué mi piyama y mi cepillo de dientes tratando de hacer el menor ruido posible.

A primera hora los rayos del sol ya se hacían paso a través de la cortina. El calor sofocante nos despertó al unísono a Patricia y a mí, con las piyamas empapadas en sudor, a las seis de la mañana.

Empacamos lo poco que habíamos desempacado y nos dirigimos al carro. Pasamos por la recepción, el señor estaba ya ahí en el mismo lugar donde lo habíamos encontrado la noche anterior, detrás del escritorio resolviendo papeleo con las gafas de vista cansada puestas, pero la lámpara estaba apagada. El abanico giraba pendido del techo. Fum, fum, fum, fum. El zumbido rítmico de las aspas; detrás se seguía percibiendo la interferencia que emitía el radio sobre el pecho del señor a un volumen muy bajo.

“¿Ya se retiran, señoritas” “Ya” dijo una, “muchas gracias”, dijo la otra.

“Hasta luego, señoritas, esperamos verlas pronto nuevamente en el Parador de Santa Cruz” Sonreímos córtesmente todos. “Buen día”

La voz de la anciana quiso decir algo desde la interferencia, pero el señor sonrió y bajó el volumen aún más, casi inaudible. “Las acompaño a su auto.” Y nuevamente cargó caballerosamente nuestras maletas hasta la cajuela. Nos abrió la puerta, esperó que nos acomodáramos en nuestros asientos y cerró la puerta detrás. Se apeó hasta la puerta de la hostería.

En primera con el clutch metido hasta el fondo y el freno puesto, giré la llave, mas no dio marcha. Intenté una vez más. Nada. Una vez más. El motor estaba muerto.

El señor se había quedado frente a la puerta de la posada esperando que nos fuéramos… o que regresáramos como nos había dicho: “Esperamos verlas pronto nuevamente en el Parador de Santa Cruz”.

“¿Qué vamos a hacer?”, chilló Patricia. No le respondí, me bajé del auto y bajo el fulminante sol matutino del desierto alcé la voz para que le llegaran mis palabras al señor bigotón: “No da marcha.”

Estábamos nuevamente en la habitación 301 transpirando a mares a pesar de que las aspas del abanico giraban a la máxima velocidad.

El señor bigotón había abierto el cofre y dictado sentencia: “Está rota la banda generadora, no hay nada que hacer hasta mañana lunes que viene el ñor que arregla trocas.”

“Chintolas” dije. “Estamos varadas aquí.” Dijo Patricia.

Regresé al 301 de la recepción: “Dice el señor que no tienen agua. A mí me parece muy sospechoso, ¿cómo va a ser eso posible? El agua no se le niega a nadie.”

“Ahora vas a decir que nos quiere matar de deshidratación el señor este, ¿no, Sofía?” dijo Patricia riéndose, pero a mí no me hizo ninguna gracia. “Eres una paranoica. Además no pasa nada, tenemos todavía un poco del agua de la gasolinera.” “¿Sigue sin parecerte raro que de la nada se haya roto la mentada banda generadora?”

“Si tu carro fuera medianamente nuevo me sorprendería, pero seamos honestas, es una carcacha.” Dijo y siguió cambiándole una y otra vez entre los cuatro canales del televisor de bulbos hasta que anocheció y cayó rendida.

Comenzó a refrescar y me paré a apagar el ventilador, escuchaba la respiración profunda de Patricia a mi lado. Cuando regresé a la computadora en la que trabajaba, un mensaje ocupaba la totalidad de la pantalla: «Satanás, el rey de los Infiernos, el Implacable, el Maldito te aniquilará».

El sonido de los pasos de botas vaqueras y de interferencia radial aparecieron en el pasillo y se fueron haciendo más grandes y más fuertes, ensordecedores. “¡Patricia, Patricia, despierta!” fui junto a su cama y la sacudí, me respondió con un manotazo y un quejido. “¡Patricia!” Insistí.

La puerta se abrió y entró el señor bigotón, su rostro se iluminaba únicamente por la luz que irradiaba el transistor. Patricia al fin se desperezaba, pero ya era demasiado tarde., el señor bigotón se burlaba a risotadas de nuestra impotencia. No podíamos ver más que el reflejo de los espejuelos del señor y sus ojos que parecían arder en llamas. 

Se me acercó amenazante y como acto reflejo cuando estuvo lo suficientemente cerca le enterré varias veces en el pecho el bolígrafo del buró en la que se leía “Parador de la Santa Cruz”, mientras que Patricia gritaba aterrorizada.

El señor sangró profusamente de las puñaladas, mas no parecía debilitarse. Me dio una cachetada que me mandó al piso. Se volvió a carcajear, la voz de la interferencia también se reía. Entonces se dirigió a Patricia que estaba aprisionada contra una esquina. Heróicamente agarré unas enormes tijeras para podar y por detrás lo corté por la mitad a la altura de la cintura, sus costillas rotas se expusieron, así como sus pulmones, corazón y sangre, pero así descuartizado el señor seguía riendo y acechando.

“Patricia, corramos, no tenemos tiempo”

Nos dirigíamos hacia la puerta cuando el ser indeseable se reconstruyó y me atrapó del pie, me  sujetó y jaló tan fuerte que volví a caer contra el suelo. El señor se arrastró sobre de mí sin que yo pudiera sortearlo. Me tenía sometida de las muñeca.

Patricia logró salir corriendo despavorida, nunca más la volví a ver, en cambio, yo no logré salir a la vastedad del desierto.

Fotografías de: Diego Tapia / Instagram: @diego.tapia.fotoFacebook: Diego Tapia

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