Ocaso

Me sentía observada si es que eso significa algo.

La astilla punzante en la nuca de una mirada que se clava con el dócil veneno enmielado de las abejas me hizo voltear para enfrentarme con aquel porfiado espía de mi dorso: un hombre con ya varios calendarios en su haber que me resultaba conocido.

¿De dónde te conozco?¿quién eres?¿ por qué me miras de ese modo?

Satisfecho por el tropiezo de nuestras miradas, desnudó una desgastada y maltrecha dentadura en franca sonrisa, que mientras caminaba hacia mí, mantuvo remangada por las comisuras de aquellos labios resecos. Se acortaba la distancia entre nosotros mas su huidizo recuerdo se me seguía escapando de entre las puntas de dedos y lengua.

¿Nos conocemos? Me parece que sí, pero no logro recordar de dónde ¿cómo te llamo, extraño? ¿cómo te saludo?

¿Y si no era a mí a quien se dirigía? Mas detrás de mí sólo hallé mi propia lánguida sombra recostada a mis pies cual larga era. Era a mí, era yo la legítima destinataria de esas sonrisas. El gusanito de la ansiedad comenzó a perforar mi sosiego. Estaba segura de conocer su cada vez más próximo rostro ajado, pero por más que buceaba entre la ciénaga de mi memoria, no lograba dilucidar quién me significaba aquel hombre.

¿Quién eres?¿Será que te vi en un puesto de revistas, en la acera de enfrente, en algún sueño lúcido o en la oficina de correos?

Se acercaba con su piel marchita estrellada en un firmamento de manchas de vejez. Las canicas de sus ojos centellaban húmedas como un par de oasis entre los áridos surcos de gestos y gesticulaciones pasados, de otros días con risas, llantos, éxtasis y corajes petrificados en forma de pliegues para la eternidad. La eternidad de una vida que siempre tendrá final.

¿Cuántas lunas has visto, cuántos soles te han lamido? ¿En qué coordenadas has andado?

Comencé a perder la cordura, llegaba junto a mí y simplemente no resolvía nada. La furia frenética con que se enfrentaba el cableado neuronal al acertijo tenía al resto de mi ser paralizado.

¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿qué quieres?

Se aproximaba más y más a mí, hasta que su boca rozó con la mía.

“¡Pero, ¿qué le pasa, señor?!” Asqueada, molesta, asustada.

El animal lacerado por el estruendo de mi baladro sonrió lastimosamente y dijo: “¿Cómo que señor? Sólo le quiero dar un beso a mi mujer.”

Guardé silencio.

Me aparté un poco para tener perspectiva y me di cuenta que ya no había lugar para la duda, estaba segura: ¡era él! Ni más ni menos, que mi compañero Ocaso.

Comprendí que no lo había reconocido pues había estado cubierto hasta ahora por el paño de la ilusión y apenas lo podía ver tal y como siempre había sido en realidad: con máculas, cicatrices y mañas. Detrás de esa orografía erosionada y rugosa estaba mi eternamente joven y amado Ocaso.

Fotos de: Shawna M. Tavsky / Instagram: shawna_m_tavskyFacebook: Shawna M. Tavsky 

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