Ahhh!!!

Ahhh rayos, sueño ultramega mal viajante.

Es un festival de música y yo estoy en el camerino de mujeres junto con todas las otras bailarinas de los diferentes espectáculos. Estoy muy nerviosa, me acabo de incorporar al grupo y todavía tengo las coreografías frescas y con pincitas. Mis compañeras bailarinas, viejas lobas de mar, han sido muy amables en los ensayos y han repasado pacientemente conmigo una y otra vez cada uno de los números, pero ahora se terminan de maquillar y platican entre ellas despreocupadamente. Yo no quiero distraerme y apartada, en silencio, me concentro en revisar mentalmente cada una de las coreografías.

Me veo en el espejo por última vez, ya tengo las extensiones de cabello rizadas y prendidas a mi propio pelo; la pestaña postiza pegada al filo del párpado; los labios delineados con lápiz color vino y rellenos con Russian Red de Mac; las mallas de red color carne sujetándome las piernas; las zapatillas plateadas de tacón del diez abrochadas; y el poco discreto vestuario, que consiste en un sostén verde con tremendo push-up repleto de piedrería y lentejuela y un calzón diminuto que le hace juego, puesto. Tomo nuevamente la brocha de rubor más oscuro y enfatizo debajo de los pómulos para afilar aún más el rostro.

 “Vámonos, Sofía, ya es hora”, me dicen mis compañeras bailarinas y se avientan raudas y veloces por un largo tobogán amarillo. Me lanzo detrás de ellas mas las carnes de mis muslos se atoran en el plástico de la resbaladilla, me quema la piel y no consigo deslizarme con tanta rapidez. Me empujo con las manos dando pequeños brinquitos cuesta abajo, pero cuando al fin logro pisar tierra firme es demasiado tarde, les he perdido el rastro y no tengo idea hacia dónde debo de jalar.

Abajo, las muchas bocinas arrojan música a toda potencia de los diferentes escenarios. Las masas de gente en plan de desmadre se apiñan lo más cerca posible de sus ídolos musicales, beben de vasos gigantes de cartón cerveza caliente, se gritan al oído para poderse escuchar los unos a los otros y se menean en trance al ritmo de la música. Miro a mi alrededor en busca de alguna pista que me diga hacia dónde dirigirme.

Recargados en una torre de luces un grupo de hombres ya entrados en los sesenta años bailan, beben y gritan menos que el promedio; erróneamente se me figuran más sensatos que el resto. Considero acercarme a pedirles direcciones: “Disculpen señores, ¿no vieron hacia dónde se dirigieron mis compañeras? Vestían igual que yo”.

Esto les da pie a los señores a hacer bromas entre sí como si yo no estuviera, empiezan a decir que si era su día de suerte, que si ellos se vistieran así también podrían bailar muy bien, que cuál de ellos iba a ser el ganón que iba a llevar a la güerita a cenar, que había que ver si mis compañeras estaban tan guapas como yo y que si esto y lo otro. Los dejo chacoteando, no tengo tiempo para sus chistes de viejitos.

Me abro paso entre las multitudes hasta llegar a otro escenario. Al escuchar una música distinta a la que he estado repasando día y noche me siento aliviada, todavía tengo esperanzas de llegar, quizá no ha empezado el concierto y siguen mis compañeras tras bambalinas.

Le pregunto a una mujer con un bebé en brazos si ella sabe en qué escenario tocarán los músicos con quienes voy a bailar, dice que sí. ¡Qué maravilla! Me da unas instrucciones largas, detalladas y complicadas, no obstante, creo haberlas memorizado, le doy las gracias y empiezo a seguirlas: doy vuelta a la derecha, ahora a la izquierda, cruzo un puente, vuelta en u, paso la segunda puerta negra a la derecha, y entonces… borrón. Después de haberme alejado bastante, se me han olvidado las últimas indicaciones, pero ya no debo de estar lejos.

Detrás de una tarima hallo a unos músicos que después del toquín recogen sus instrumentos mientras se fuman un porro. Seguro que ellos pueden orientarme, me aproximo, pero antes de que logre elaborar la pregunta, uno de ellos, con los ojos rojos a media asta, me pide que los espere a que terminen de recoger todo antes de atenderme. Respiro hondo y aguardo sentada sobre los tablones, de cualquier manera estoy absolutamente perdida. Se toman su tiempo, desarman los atriles con parsimonia, guardan las partituras en el fondo de sus mochilas, lustran esmeradamente con franela roja sus instrumentos antes de meterlos en el estuche.

Cuando por fin uno de ellos me pregunta que qué quiero me doy cuenta de que he olvidado el nombre del artista con quien voy a bailar (o con quien debería de estar en este preciso instante bailando). Me enlistan varios, pero no estoy segura, podrían ser varios de los que me mencionan o ninguno. Les doy las gracias y segura de que ha sido el humo de sus cigarrillos el que me ha hecho dudar, camino sin rumbo fijo.

Ya no aguanto los pies, así que me quito las zapatillas plateadas de tacón del diez y continúo con ellas en la mano. Se apoderan de mi unas ganas incontenibles de llorar. Me he dado por vencida, ya no tengo ni el más remoto interés por encontrar el escenario, sólo quiero ir de vuelta al camerino a quitarme ese vestuario y maquillaje de encima y llorar en privado a mis anchas. Pero me he alejado tanto y he caminado tanto que ya tampoco sé dónde carajos quedó el mentado camerino.

Más adelante, junto a un río me acerco a una chica para piderle indicaciones hacia el camerino. Me dice: “Pues mira, si quieres cortar camino puedes cruzar por el río y ya del otro lado está ahí luego luego, pero a la policía no le va a gustar verte nadando en el río”; “okay, pero ¿saber por dónde me puedo ir sin meterme en problemas?”; me contesta, “uyyy eso no lo sé”; “ok, dime ¿por dónde me voy aunque me meta en líos?, ¡debo de llegar ya!”; “Yo que tú no me lo tomaría tan a la ligera, mi familia ha tenido serios problemas con la policía y no es sencillo, mi tío lleva siete años en la cárcel…”; “ay, por favor, tengo que correr, ¡dime cómo!”; “No te estreses, amiga, relax. Mira lo que yo haría es lo siguiente…” y siguió hable y hable.

De pronto, noto que un gusanito, como medidor pero rojo, con las puntas blancas, le camina a mi interlocutora cerca del labio inferior, trato de advertirla: “Tienes un gusanito aquí, debajo del labio”, pero ella parece no escucharme y sigue hablando, se lo vuelvo a mencionar: “Oye, es que tienes un gusanito aquí” señalando en mi rostro; “… entonces pues si ya te relajas pues podrías disfrutar de…” No para de hablar, pero yo tengo la atención clavada en el gusanito que ahora se acerca desafiante a la cavidad de su boca. Me da mucha ansiedad, con la mano intento quitárselo pero no logro ni tocarlo, cuando el gusanito desaparece. Sólo entonces la mujer sale de su soliloquio y me pregunta: “Era mi gusanito, ¿verdad? Si lo ves otra vez quítamelo, por favor, lo traigo metido ahí debajo de la piel de la boca desde todo el día y sólo se sale a respirar a veces. Mira tú también tienes uno ahí en la nariz”…. ahhhhh!!!!!

Imagen de: Gabriel Martín Uribe Bravo (Doctor Fresco) para su proyecto web The Garden Review

http://thegardenreview.net/doc/space/

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