Sentados sobre pedacería de roca con destellos de oro,
Frente al irregular y constante mecimiento del mar,
Alzamos juntos, hermano, piedra sobre piedra, hombro con hombro,
Una muralla que de lograr terminarla tendrá por designio escudarnos de la impredecible irrupción de la tosca marea,
Que a veces juguetona y otras, colérica,
Humedece con su entrada nuestras existencias en agua salada de llanto.
Mas la pleamar, enamorada eterna de la inalcanzable Luna,
No escucha razón y lo destruye todo a su paso con tal de elevarse un poco, tan sólo un poco, para sentir más de cerca la tibieza de los rayos de su amada.
Nuestra tarea no es menos frustrante y absurda que la de Sísifo,
Pues cuanto más avanzamos en la construcción de nuestra fortaleza,
Más próximo está el irremediable retorno de su tirano derrumbe.
Entre más alta y extensa es, más se empecina nuestro contrincante en destruirla.
Llega el mar con torrentes y remolinos, se aleja con resaca.
La gota marina se presenta a sí misma como inofensiva,
Ante el crédulo e ingenuo
Quien más pronto que tarde descubrirá su naturaleza corrosiva.
Tú y yo, hermano, no hemos perdido jamás la esperanza y tras cada desplome empezamos expeditos desde cero a apilar piedras torneadas, masajeadas y pulidas por el milenario vaivén del océano. Negras, alazanas, bayas, verdosas, ocres y azufradas. Al mojarse, los colores del arco iris florecen de entre las opacas piedras.
Ensamblamos una sobre otra, cimentadas en su atributo vetusto de átomos constructores.
Por momentos, la violenta marejada se demora,
Distraída en resacas, corrientes submarinas y playas lejanas.
Y entonces, hermano, nos engañamos en un folie à deux, repletos de ilusiones sin fundamentos de que ahora sí podremos completar nuestra fortaleza.
Si no estuvieras junto a mí, hermano, ¿cómo podría sobrevivir tal engaño?
Gracias, hermano, contigo la condena ha sido una gentileza.
Una danza vuelta poema, elegancia pura en el ritmo y la emoción
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