Mi gata Gala había fallecido apenas hacía unos días y aunque en incontables ocasiones había soñado ya con su muerte y despertado ahogada en un mar de lágrimas lamentando su ausencia onírica, como si fuera una práctica que entrenaba a mi corazón para el momento de su partida; jamás se está lo suficientemente preparado para la pérdida real e irremediable –en vigilia— de aquel ser que encaramado sobre tu abdomen ha ronroneado día con día durante tantos años; al que has alimentado y has limpiado su arenero a cambio de su compañía, de su presencia llena de gracia y circunspección. No me calentaba ni el sol, no paraba de llorar y el desgano se había apoderado de mi rutina.
Un domingo por la tarde estaba tirada en el sillón, viendo la tele, comiendo todo lo disponible en la alacena y el refrigerador, echándome un maratón de serie policiaca para ocupar mi mente en la vida de los personajes en pantalla y no en la mía tan desdichada, cuando alguien tocó a la puerta. Era mi mamá: “Sofía, mijita, estoy muy preocupada por ti, estás irreconocible. Te traje una sorpresa para ver si te animas.” Y ¿cuál fue su sorpresa? Un gato, otro gato, un gato sustituto que tenía la peculiaridad de ser rosa mexicano, casi fiusha; con un pelo que parecía de peluche de tianguis o de esos que te ganas en las canicas de las ferias.
No estaba preparada para tener otro gato, mi corazón seguía teniendo otra dueña, con nombre y pelos regados por todos mis suéteres. Además, ese gato rosa me daba ñáñaras, repele, fúchila. Había algo en él que me impresionaba: sí, claro su pelo rosado; pero algo más. Algo en él me producía desconfianza, mas no podía precisar qué. Sin embargo, me dio pena rechazárselo a mi mamá que se veía francamente mortificada por mí y que tenía la buena intención de ayudarme. Así que le di las gracias y me obligué a sonreír por primera vez desde que Gala había muerto. Con esto mi mamá quedó satisfecha y nos dejó a solas al gato rosado y a mí.
Apenas se había marchado mi madre cuando el gato comenzó a restregar zigzagueante su pelo de peluche chafa entre mis piernas. Mi primer reflejo fue patearlo, mas me contuve. El contacto con el animal ese me daba asco, pero un asco que me daba culpa aceptar: primero, porque me lo había regalado mi mamá; segundo, porque parecía quererme, ¿Cómo puedo ser tan grosera y no responder al amor desbordante de esa criatura?, pensé; y tercero porque quizá se trataba de un desagrado motivado por un vergonzoso sentido de superioridad.
Entonces me aguanté y soporté el rechazo involuntario que me provocaba ese gato empalagoso que con los ojos entrecerrados en un gesto placentero, se fregaba contra una de mis piernas y luego contra la otra ronroneando.
Respiré hondo y desvié la mirada del bicho rosado, traté de pensar en otra cosa hasta que conseguí serenarme y remediar el exagerado disgusto que me incitaba. En eso una sensación rara en la pierna, como la de un beso húmedo y viscoso, me hizo bajar la vista a donde se encontraba el gato. Me hallé con que el gato rosa tenía, en efecto, debajo del peluche de su hocico unos labios humanos salivosos y fruncidos con los que me llenaba de besos las piernas. ¡Qué horror! ¡Ya decía yo que algo no era normal en él!
No supe si bajo esas circunstancias irregulares era apropiado repudiarlo, así que seguí resistiendo estoicamente el asco acentuado que me provocaban su peluche rosa, su afectado apego y sus besos humanos.
Dibujo de: Ale España/ Instagram: @ale.espana