Totalitarismo

Mi padre era un hombre viejo y justo. Siempre lo fue… justo. Viejo, supongo que alguna vez no lo fue, pero no logro recordar aquel entonces, para mí fue primero viejo y luego más viejo. Mi padre había sido el gobernante de nuestro pueblo desde que yo tenía uso de razón y lo hacía con una intachable rectitud. Sus seis hijos, su hermosísima esposa, mi madre, y sus gobernados lo respetábamos y lo queríamos. Su experiencia, parsimonia y honradez eran atributos de su autoridad.

Un buen día, que de bueno no tuvo nada, un gordo marrano con cara de mafioso —con uno de estos rostros asquerosos que durante periodos electorales tapizan la ciudad con su foto y nombre y que se les puede encontrar en todo espectacular, pancarta, poster, valla, autobús y parada de camión— obvió el trámite de la simulación democrática y tomó a la mala el poder del pueblo. Dio un golpe de Estado y a mi padre le arrancó de las sentaderas la silla presidencial y, porque ¿qué tanto es tantito?, también la del comedor en su propia casa. 

Decir que el Cerdo comenzó a vivir con nosotros sería impreciso, más correcto sería decir, que el Cerdo se apropió de la que había sido nuestra casa y que nosotros nos quedamos ahí como si fuéramos los muebles viejos de los inquilinos anteriores que al mudarse se habían olvidado, por las prisas o en un descuido, de llevárselos consigo. 

Eran claros los motivos y las intenciones por los que el Cerdo conservó a mi bellísima madre; pero porqué a mi papá, a mis cinco hermanos y a mí no nos desechó, es algo de lo que nunca podré estar absolutamente segura; quizá por desidia, a lo mejor por crueldad, tal vez por la comodidad y el gusto sádico de tener a su disposición gente aterrada obedeciendo órdenes; o puede ser, únicamente, por sentir que tenía una familia, por no sentirse tan solo; sin embargo, de ser éste último el caso, no éramos de mucha ayuda puesto que nunca se ha visto en el mundo a hombre más solo; aún rodeado por su extenso ejército, el Cerdo destilaba una rancia soledad.

Nunca supe qué me enfurecía y dolía más: si el hecho de que noche tras noche, el Cerdo se llevara a la cama a mi madre –la imagen de verla a través de la puerta entreabierta, sobre una cama revuelta de sábanas, despojada de su ropa y de su dignidad, hasta la fecha me asquea–, o que mi padre permitiera la humillación a cambio de no ser desterrado del pueblo y de poder seguir viviendo cerca de sus hijos y de su exmujer. 

Yo era su segunda hija; tres años antes que yo, había nacido mi hermana Carmina. Desde la madrugada en que, después de treinta y tres horas de trabajo de parto, mi padre vio salir a su primogénita desgañitando, cubierta en sangre y librada de la amenaza de una doble vuelta del cordón umbilical alrededor del cuello, enunció satisfecho y radiante que era, y sería por siempre, una niña terca, contreras y guapa. Tuvo razón mi padre: para mi fastidio, Carmina parecía estar de acuerdo o al menos despreocupada con la situación de la tiranía impuesta. Ahora que las cosas se habían asentado, que el conflicto armado había logrado una tregua y que reinaba una simulada paz basada en la resignación y en el miedo de los pobladores, mi hermana mayor fungía como secretaria particular del marrano, cargo que aparentemente le complacía.   

Nuestra otrora casa, la ahora casa del chancho, se encontraba en la cima de un cerro y contaba con una privilegiada vista. Desde ahí se apreciaba cuesta abajo, en las faldas del cerro, la pequeña villa de techos de teja y de color ocre. Cada mañana, el cuino feroz se levantaba del lecho que compartía con mi madre, se tomaba una jarra entera del café que mi padre ya le tenía previamente preparado y servido sobre la mesa y salía de la casa rumbo al pueblo a cumplir con sus labores despóticas y arbitrarias de dictador. 

El dictador descendía por aquella colina seguido por Carmina y custodiado por cuatro hombres armados hasta los dientes. Esta comitiva pasaba el resto del día en una casa de adobe, la más grande del pueblo, que hacía las veces de presidencia municipal y que evidentemente también habían usurpado de sus antiguos moradores. Aquí planeaban cochinadas y ponían en práctica sus puercadas. Cuando ya se había ocultado el sol regresaban a casa por el mismo camino por donde habían ido.

Yo sentía pena por mi hermana, había intentado en ciertas ocasiones hablar con ella para disuadirla de trabajar con y para el enemigo, pero ella había hecho oídos sordos y cada mañana iba casi orgullosa detrás del imbécil ese. Yo, la segunda al mando, me quedaba al cuidado de mis hermanitos. Teníamos prohibido ir a la escuela, incluso convivir con otras personas, no obstante, me las ingenié para, en esas horas que nos dejaban a solas, aprovechar el tiempo para darles de comer, bañarlos, mimarlos y dejar suficiente espacio para enseñarles a leer y un poco de matemáticas. El marrano afortunadamente no tenía idea de lo peligrosas que pueden ser las letras y nos permitía el placer de la lectura, sin saber que con esa licencia comprometía sus marranadas y su vida misma. Cuando veía a alguno de mis hermanos menores absorto detrás de un libro abierto, sentía que estaba haciendo la diferencia: la revolución.

A primera hora de una mañana, que uno creería igual a todas las demás mañanas desde el día de la ocupación, una que yo pensé sería una mañana cualquiera, vi desde mi jergón en la mitad de la estancia, a mi padre aparecer, como siempre, con la densidad diluida de un espectro. El viejo barreó, trapeó, sacudió y preparó el café, los huevos y el pan tostado para el cerdo, para después, nuevamente cabizbajo, arrastrar los pies bajo el yugo de un grillete invisible hasta desaparecer dentro de su cuarto o celda o cuarto o… da igual. 

Como diario, minutos después de que mi padre se esfumara, salió el marrano de su alcoba dejando la puerta entreabierta, por la abertura se alcanzaba a distinguir la figura de mi profanada madre. Al mismo tiempo, la odiaba y la compadecía, víctima sumisa. En calzones, con lagañas en los ojos y el cabello revuelto, el chancho se sentó a la mesa a comer su desayuno y beber su café, pero antes de comenzar a engullir, volteó hacia mi catre tan repentinamente que no me dio ni tiempo de fingir que dormía, me miró muy fugazmente y aún así me sentí esculcada. Regresó la mirada a la yema de sus huevos estrellados y sin voltearme a ver dijo:

“Sofía, hoy vienes tú también conmigo, ya estás grandecita.”

Protesté: “Pero, mis herman…”

Todavía no terminaba la frase cuando el puerco gruñó: “¡Que vienes conmigo, carajo!”

No hubo más discusión. Había que reconocerlo: yo también le temía, lo había visto matar, violar, agredir, lastimar. Así pues, esa mañana bajamos la colina el cochino seguido por mi hermana y por mí y custodiados por cuatro hombres armados hasta los dientes. Aunque en el camino nadie dijo ni pío, yo percibía que Carmina estaba molesta conmigo. Al llegar al cuartel en el centro de la aldea, el marrano se encerró en su oficina, desde la que gritó: “¡Carmina!”

Mi hermana pronta acudió a su llamado cerrando la puerta de la oficina detrás de si, pero más tardó en entrar que en volver a salir. “Sofía, quiere Gerardo que pases a su oficina.” Me dijo Carmina en tono irritado desde el marco de la puerta. Obedecí como se obedecen las órdenes cuando se cree no tener elección. Crucé achicopalada el umbral y vi esa habitación por primera vez desde que no la presidía mi padre. Tantas veces había tratado de visualizar como lucía ese cuarto bajo el nuevo mandato. Encima del escritorio en el que se arrellanaba el puerco, predominando la atención del visitante, colgaba en un marco ostentoso, garigoleado y dorado la fotografía del marrano en proporciones superiores a las ya mayúsculas de su persona y, dentro de lo posible, favorecida por un escrupuloso retoque. 

 “No, tú no, Carmina,” instruyó el marrano con su indigesta voz: “esta vez quédate tú afuera.” Mi hermana me lanzo una mirada fulminante y en un desplante azotó la puerta quedándose afuera como se le había solicitado.

En ese momento, en que nos vi al Cerdo y a mí encerrados en una misma habitación, supe de qué se trataba todo el numerito, qué clase de servicios se iban a requerir de mí; y no pude comprender cómo yo: la revolucionaria, la que juzgó a su madre por subyugarse y a su hermana por afiliarse; cómo yo, la mayor opositora del puerco aquel que únicamente me causaba asco y repulsión, me sintiera tan halagada por haber sido elegida. 

Acuarela de: Emmanuel Adamez / Instagram: adamez.manu_foto 

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