Joven en tugurio

Con mallas de red negras y rotas, la piel del abdomen aflojada después de varios partos, las tetas a la altura del ombligo y un vestido halter, cuya tela elástica, roja y brillante —al igual que su portadora— había, después de tantas talladas, dado de sí; me recibió en la puerta de un tugurio de mala muerte una señora de la vida galante. Me cobró veinte pesos y selló mi muñeca con una mancha amorfa de tinta. Noté que el vestido resaltaba sus aberrantes bultos y unas arracadas gigantescas colgaban de sus lóbulos perennemente rasgados por el peso de los pendientes. 

Una vez marcada y con veinte pesos menos en la cartera, los mastodontes que custodiaban la entrada, me abrieron el paso. Adentro, detrás de una cortina de cuentas, todo tenía un halo rojo y la música de una banda de diez instrumentos rebosaba los sentidos. Parado a la mitad del salón, había un hombre enjuto de piel color cemento ajustado en un vestido negro y unos zapatos de tacón —también negros— con calva de franciscano y cabellos largos alrededor de la coronilla. El hombre llamó mi atención.

Al fondo, sentadas en una mesa redonda, unas guapas gemelas pelirrojas inspeccionaban una caja. Otro par de forasteras curiosas que visitaban el bajo mundo, pensé. La caja que se pasaban de unas manos a otras, que se acercaban para ver mejor, era de madera con una tapa de vidrio que dejaba divisar el interior. Dentro varias tiras de madera cuadriculaban la base en casillas. En cada uno de los compartimientos se guardaba una especie de hongo distinto, todos recogidos en la sierra chiapaneca. Los había de todos los colores y formas.

Me sentí el cabello grasoso y saqué de mi bolso una botella de champú. La abrí y dejé caer sobre mi coronilla, directamente del frasco un charquito de la solución.

Hice llamar a un mozalbete imberbe que atendía las mesas: “¿Me puedes tallar el pelo? Me puse champú.” Le expliqué. El joven se puso detrás de mí y obediente revolvió mi cabello tímidamente: intentando mezclar y homogeneizar la repartición del líquido viscoso, sin furor alguno y muy por encimita. “No, así no, mete bien tus dedos entre los cabellos.” Le instruí.

Cohibido pero complaciente introdujo sus dedos por las hebras hasta tocar el cuero cabelludo. Desde la raíz y hasta la punta, cada uno de los pelos se meneaban y retorcían.

Por su lado, en su mesa, las gemelas pelirrojas inspeccionaban cada uno de los hongos que habían recolectado en su viaje por Chiapas. Nombraban su denominación y recordaban sus propiedades: “basidiomicetos, setas, hongo comestible, rojo; ascomicetos, alucinógenos, con ascosperas endógenas…” Una de ellas detuvo repentinamente su recuento taxonómico y, señalando al joven detrás de mí, dijo riendo: “Miren cómo ha crecido el muchachito.”

Volteé a ver al meserito detrás de mí: su pene se había engrandecido y se salía del pantalón. Parecía otra especie de hongo. 

Collage Análogo por: Kristoff / Instagram: @recorte_cruzado

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