Duelo de arena

En alguna ocasión, en un duelo al más puro estilo del viejo oeste, dos hombres se debatieron por una bolsa de piel de animal que dentro portaba un puñado de monedas de oro. Aún más trascendental, o intranscendental, según la perspectiva de cada lector, también se disputaron la vida. Dicha pugna, arma contra arma, tuvo por testigos únicamente a dos pequeñas niñas que sentadas bajo un árbol intentaban descifrar la lógica detrás de tan absurda escena.

A saber, estas niñas –una era yo y la otra una niña de mi mismita edad— éramos las respectivas hijas de cada uno de los combatientes. Antes de comenzar el duelo, nuestros padres habían trabajado en conjunto con descomunal obstinación para buscar el árbol adecuado bajo el cual nosotras, sus hijas, pudiéramos refugiarnos del inclemente sol desértico. Quedaron complacidos con un espinoso y leñoso tronco que tenaz conservaba todavía algunas de sus hojas. Concordaron que ese era el lugar ideal para que estuviéramos a salvo de la insolación y de las balas perdidas. Una vez salvaguardada la descendencia, los hombres continuaron con los preparativos para el encuentro: colocaron la bolsa con monedas de oro sobre la arena y caminaron sin titubear a partir de ese punto diez pasos alejándose el uno del otro y dándose la espalda, de modo que el saco quedó equidistante a cada uno de los contendientes.

Sentadas una junta a la otra, a la sombra del árbol y en silencio la otra niña y yo nos mirábamos tímidamente de reojo –quizá después podríamos trepar el árbol juntas, o jugar a hacer castillos de arena, o a los indios y vaqueros, pensé— nos sonreímos en complicidad y distraídas del combate, de modo que se nos escapó el momento exacto en que los contrincantes se viraron frente a frente, desenfundaron sus armas y jalaron el gatillo. La detonación de pólvora. Y sólo alcanzamos a ver cómo de súbito mi papá era alcanzado por la bala de su rival, cayó de inmediato al suelo y entonces la madre Tierra se cimbró y se levantó una nube de polvo que hizo nos picara la garganta; pero siguió creciendo la nube y era tan pero tan grande que llegó a tapar la luz del sol dejándonos en tinieblas.

Mientras, sangre a raudales corría del cuerpo yaciente, en un último suspiro de vida y cegado tanto por el polverío como por el manto seductor de la muerte que ya le cubría la mayor parte del rostro, orientado únicamente por el odio y el deseo de venganza, aquel que alguna vez fue mi padre logró disparar certivamente directo al entrecejo de su contrincante, y así de un plomazo el papá de la niña que se sentaba junto a mí, también se derrumbó como un muñeco de trapo con ridícula pretensión de mantenerse de pie.

Los pechos y cogotes de nuestros cuerpecitos de niñas se convulsionaron en búsqueda de un llanto feroz. Sin embargo, apenas unas gotas de agua salina se escurrieron por nuestros lagrimales, suficientes para que los minúsculos granos de arena desértica se pegaran tan férreamente a esas lágrimas deshidratadas que jamás se pudieron borrar. Ambas, por el resto de nuestras vidas llevaríamos sobre el rostro la marca de un caminito de lágrima y polvo que salía del rabillo de nuestro ojo izquierdo y del que se le perdía el rastro a la mitad de la mejilla, pero que lo hacía a uno sospechar que de haberse dejado escurrir un poco más, conduciría directo al corazón.

Hubiera querido en ese momento abrazar a Inés, para consolarla y para buscar mi propio consuelo en ella; nos aquejaba la misma pena; sé de sobra que ella también lo deseó. Mas la historia fue otra.

Mientras que yo seguía sentada bajo la fronda rascuache del árbol desértico, derrotada, atónita y sin saber qué me depararía el destino, el polvo zangoloteado por los desplomes se asentó, los rayos del sol volvieron a hostigar el manto del desierto y los cuerpos ensangrentados y sin vida de nuestros padres se aclararon: se develaron inmóviles, lejanos, más fríos y más verdes que cualquier otra cosa en aquel estéril páramo en llamas. Los buitres hambrientos no se hicieron esperar. En círculos, alrededor de cada uno de los cadáveres volaron no menos de diez aves carroñeras a modo de cortejo fúnebre.

Inés con descomunales bríos, que aún hasta la fecha no consigo entender de dónde sacó, se levantó y se encaminó directito a la bolsa de piel de animal que portaba dentro un generoso puñado de monedas de oro. Alzó la bolsa en alto y anunció: “Este oro es mío porque mi papá mató primero al tuyo.”

Yo no pude objetar, no tenía fuerza ni deseos de resistirme y, así pues, sumisa acompañé a Inés al banco a que cambiara las monedas de oro por un mucho más práctico y moderno maletín repleto de billetes de la más alta denominación.

Y así comenzó una larga parte de la historia que nos vio crecer a Inés y a mí con nuestras respectivas lágrimas de arena seca en las mejillas, en la que yo jugué el rol de la Cenicienta en la mansión de su hermanastra. En el cuento de hadas, las hermanastras acogieron a la huérfana bajo su propio techo, bajo sus reglas y condiciones; igual hacía Inés. Yo lavaba, acomodaba, planchaba, remendaba y dormía rendida al final del día en la covacha de una de sus mansiones, mientras que Inés gastaba, viajaba, se emperifollaba, pretendía ser feliz y no dormía por ir a fiestas.

Yo no volví a ver ni al maletín ni a los billetes por muchos años, pero podía adivinar que cada segundo que pasaba, los billetes del maletín se esfumaban transformados en joyas ostentosas, ropa de diseñador traída de ultramar, autos último modelo, en complacer a celebridades, en apuestas perdidas antes de apostar, en zapatos, en millones de zapatos sin usar, en yates estacionados en muelles en otra parte del mundo y en demás sin sentidos.

Llegó el día en que por fin Inés cayó en cuenta de la alarmante disminución de su fortuna y se angustió; entonces comenzó a tomar medidas al respecto: redujo mis raciones de alimento, me acuso de hurto, me azotó y puso el maletín bajo llave en una caja fuerte, además me hizo trabajar horas extras para organizar cenas y fiestas lujosas en las que se pavoneaba con sus conocidos y desconocidos para aparentar que el maletín no había sufrido ningún cambio preocupante.

Una tarde que Inés planeaba irse de viaje a la Riviera Francesa acompañada por un hombre joven sorprendentemente guapo y mucho más alto que el promedio –del cual yo sospechaba que no tenía ni el menor interés romántico por la muchacha acaudalada de la lágrima de arena, pero sí por su fortuna (monetaria)— yo le hacía a Inés la maleta en su habitación, doblando con cuidado blusas, faldas, vestidos y calzones, empacaba pares de zapatos y sombreros en sus respectivas cajas de viaje, metía medicamento para aliviar el dolor de cabeza después de las copas, para el dolor de panza tras la francachela, las pastillas para dormir después de la nieve, los antidepresivos para sobrellevar la vida; estaba en eso cuando la escuché en la habitación de al lado abrir la caja fuerte.

En ese momento me engañé diciendo que era mera curiosidad, me dije que sólo quería ver ese maletín una vez más en la vida, que eso era todo: quería ver cuánto quedaba adentro, por curiosidad. De verdad, pensé que nada más quería ver, lo prometo, lo juro. Entonces llegué por detrás de Inés para asomarme, convencida de que por más porrazos que me diera, cada uno de ellos valdrían la pena. No me escuchó, estaba en lo suyo agazapada sobre la caja fuerte contando el dinero del maletín. Ahí estaba lo que sobraba, volvía a verlo después de tantos años. Entonces se apoderó de mi una urgencia de arrebatárselo, por vez primera consideré que ese dinero era tan suyo como mío. Que no era justo nada. Algo habrá escuchado. Se puso alerta. La golpeé en la cabeza con la figura de una bailarina de Lladró. Quedó inconsciente… Inés. La bailarina rota, en mil pedazos. Inés tirada en el piso, con el cuerpo desajustado. No podía estar segura de que estuviera sólo inconsciente, pero no corría sangre.

Tuve miedo, mucho miedo. Tomé a puñados todos los billetes que me cupieron en las bolsas del pantalón y salí corriendo escaleras abajo. Salí por la puerta y el sol brillaba fuertísimo afuera, me encandilaba. Me dirigí al único lugar que conocía afuera de la mansión de las lágrimas de arena: al mercado.

En el mercado los toldos de colores —predominaba el rojo— filtraban la luz sobre los puestos de fruta, verdura, carnes, lácteos, como un vitral multicolor. Los comerciantes pregonaban sus mercancías. Tenía los bolsillos llenos. Me compré una manzana roja. Los estibadores empujaban pesados diablitos rebosantes de productos y silbaban para pedir a los marchantes que se quitaran de su camino. Estorbaba, me quitaba y volvía a estorbar. No tenía a donde ir, no sabía hacia donde escapar ni de qué escapaba. Los cargadores se hacían camino esquivándome por uno y otro lado. Seguí mi camino al azar, vuelta a la derecha en los aguacates criollos, izquierda en los jitomates saladet, izquierda en las lechugas orejonas, derecho en los dulces y chilitos; hasta que me perdí entre los pasillos del mercado.

Acuarelas de: Alejandra Alarcón / Instagram: @caperucitalamasroja / Facebook: Alejandra Alarcon

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