El sueño de la razón produce monstruos

“Y sin esa imaginación que completa y reconstruye nuestro pasado y que le otorga al caos de la vida una apariencia de sentido, la existencia sería enloquecedora e insoportable, puro ruido y furia.”

Rosa Montero

Encallada a la orilla de la fiesta, bebía una cuba mientras observaba con fascinación vouyerista el desfile de los demás invitados. Poco antes había estado eufórica bailando, pero aquella molesta cola de pescado que llevaba a cuestas y el alcohol que ya hacía estragos en mi equilibrio, me habían obligado a descansar un momento. Ahí estaba sentada cuando  Elvis Presley se me acercó con pretensiones seductoras: “¿Por qué tan seria, sirenita?” Preguntó jocoso, con esta típica suposición de que una mujer en silencio y soledad está o afligida o melancólica; ambas condiciones únicamente remediables mediante la compañía de un bufón.

Con cero conciencia del Lebensraum, Elvis se las arregló para empotrarse junto a mí en el sillón de una sola plaza; no parecía reparar en lo incómodo que resultaban nuestros cuerpos apiñados en aquel estrecho mueble. Elvis y yo nos encorvábamos patéticos, constreñidos entre los descansabrazos, con los hombros alzados y sin soltar nuestros vasos de plástico rojo. Nos volteamos a ver el uno al otro al mismo tiempo, yo perpleja y él coqueto; y entonces, la solapa almidonada de su cuello me rasguñó la cara, “¡Auch!”, exclamé, “Ay, perdón, perdón”, contestó Elvis avergonzado, no obstante no se levantó del sillón; en cambio, optó seguir la conversación hablándome de perfil para no volver a incurrir en el agravio. Viendo hacia enfrente me dio su opinión acerca del último juego de la temporada, reprobó las decisiones estratégicas del director técnico e hizo sus propias sugerencias para mejorar el rendimiento del equipo. Yo nomás asentía con la cabeza y le decía que sí a todo, sin saber siquiera de qué deporte hablaba. A Elvis no le importó un bledo mi falta de interés y yo fingí escucharlo por educación. Una educación, hay que decirlo, un tanto retorcida.

Encantada le hubiese sacado tarjeta roja y me hubiera levantado en busca de otra conversación o al menos de otra cuba, pero para una sirena como yo, con una cola moldeada por un pesado armazón metálico, pararse en dos pies requería no sólo de voluntad, sino de la asistencia de algún piadoso que me remolcara. Sobra decir que nadar con aquel miriñaque en forma de cola de sardina hubiese sido simplemente suicida, hubiera zozobrado y me hubiera convertido en  la primera sirena en naufragar.

Anclada al sillón y a mi verdugo copetón veía con ilusión lo que se sucedía en la pasarela de disfraces a mi alrededor. Con las ideas abotargadas y el pensamiento nublado por la bebida cavilaba que detrás de aquellas máscaras y antifaces, vestidos, peinados y maquillajes se ocultaban tantas personas e historias como número de personajes se representaban aquella noche. A diario arropamos a conveniencia social nuestra desnudez ontológica en profusas capas que acorazan nuestras debilidades y temores. Irónicamente, cuando nos invitan a una fiesta de disfraces pretendemos romper esquemas, cambiar y engañar a los demás, pero la burla es para nosotros mismos cuando a través del embozo terminamos descubriendo nuestros más íntimos deseos. 

Desde mi cautiverio alcanzaba a divisar que en el comedor un centauro había perdido ya la cuenta de copas, la conciencia y la prudencia; en la mitad de la sala una princesa de cuento de hadas, con corona, vestido ampón y zapatillas de cristal, fumaba y maldecía cual bribón bravucón; en la habitación principal, con la puerta entreabierta, un par de rinocerontes se había despojado del cuerno sobre el hocico para besarse mejor; en el baño un dragón vomitaba y lo que salía de sus entrañas no era precisamente fuego; en la cocina una guacamaya tamaño humano comía cacahuates proporcionalmente diminutos; una mariposa que merodeaba elegía andar sobre sus patas en lugar de levantar el vuelo; y hombres y mujeres de diferentes épocas y geografías coincidían y convivían en aquella mascarada atemporal y multiespacial.

Si esa no hubiera sido una fiesta de disfraces, la mariposa respingaría ante la pestilencia del centauro; el dragón incendiaría de una bocanada las alas de la guacamaya; la princesa no soportaría los bajos instintos de los rinocerontes salvajes; los hombres y mujeres de todas épocas y geografías experimentarían en un laboratorio con el desamparado extraterrestre y yo, yo me hubiese derretido si Elvis Presley se sentara junto a mí. Nos es tan difícil comprender todo lo que no somos, lo que no pensamos, lo que no creemos, que relacionarnos con lo distinto nos parece repulsivo, inaceptable o sencillamente inalcanzable.

A pesar de la superficialidad del disfraz, el juego se convierte en lección: nos da la oportunidad de vivir en carne propia la otredad y a su vez, nos hace reflexionar de nuestra singularidad. Nos transformamos en algo más –diferente— que seguimos siendo nosotros mismos. Por más que intentamos sacudirnos el yo no logramos deshacernos de nuestra identidad particular, mas conseguimos vislumbrar la extensión de la lotería existencial: soy yo, pero pude ser tú y, sin embargo, jamás seré tú, siempre seré yo; soy yo, pero pude no haber sido en absoluto; o soy yo, pero también soy estos muchos otros yo. 

Rebeca, la anfitriona, rondaba pasillos y habitaciones ataviada como capitán malvado de algún barco pirata. Caminaba con falsa dificultad debido a su pata de palo y blandía la espada en alto amenazando a todo aquel que tuviera planes terroristas contra su casa. Desde mi paradero, que era más bien un sentadero, alcancé a escucharla como,con su característico ingenio y buen humor, le gritaba al Rey Sol: “Escuchadme, Su Majestad: Si no queréis ver mi furia desenvainar la espada y mi coraje atravesar vuestro negro corazón, detened en este preciso instante vuestro impulso mal sano y alejad la punta entintada de aquella pluma de la fotografía de mi abuela.”

Yo sirena muy divertida solté la carcajada, Rebeca pirata volteó a verme, me guiñó el ojo exento de parche y se aproximó hasta mi costa.

-¿Todo bien, sirena?

-Sí, capitán, de maravilla, –respondí— pero  si me ayuda a levantarme de aquí las cosas pueden estar mucho mejor.

– Oye, pero estamos platicando—rezongó Elvis.

Sin retraso y sin escuchar las protestas de Elvis seductor, la pirata me extendió la mano y ambas jalamos, ella hacia arriba y yo hacia ella. Finalmente con la cooperación no solicitada de Elvis que insolente posó sus manos generosamente sobre mis nalgas para empujarlas, logramos desincrustar el armazón de cola de pescado fuera del sofá. De pie me reajusté modosa el sostén sin tirantes en forma de conchas que se había deslizado atrevidamente torso abajo. Me viré hacia el acomedido Elvis para despedirlo sin mayor aspaviento -Hasta luego, su Majestad– (Éste era otro tipo de rey, pero rey al fin y al cabo). Y me dirigí presta a la barra a servirme otra cuba en mi vaso de plástico rojo. Rebeca me seguió con su fingido renqueo.

– Sirena, el señor Presley estaba bastante guapetón, ¿quién era, eh?- me cuchicheó el capitán malvado hablando del interfecto en pasado, porque la complicidad femenina exige referirse a las relaciones malogradas de nuestras compañeras como si se tratara de fósiles paleozoicos.

– No sé, me dijo que se llamaba Ernesto, o Enrique, o Alfonso, algo así, no me acuerdo. Sí muy guapo, pero tiene cabeza de balón de fútbol. No sabes cómo te agradezco que me hayas rescatado de ahí. Mejor acómpañame, vamos afuera a que me fume un cigarrito.

A Rebeca la había conocido hacía poco cuando nos tocó hacer un trabajo en equipo para la clase de Biología –hicimos clic al instante—, pero ya la había visto desde mucho tiempo atrás por los pasillos de la Universidad. Era inconfundible, su disfraz no lo había escogido al azar: a Rebeca la apodaban Pirata porque en verdad que era tuerta del ojo derecho, diario usaba un parche negro para cubrir la cavidad. Contaba que de niña un mosquito le había picado en el párpado y le había dejado una funesta roncha; la comezón había sido tan insufrible que se rascó hasta no quedar ni rastro del ojo. A mí todo eso me sonaba a mentira, aunque me impresionaba igual que si hubiera sido verdad.

Capitán y sirena –soberano en la superficie del mar, mujer de las profundidades del océano— salimos a la calle. La casa de Rebeca era ideal para organizar fiestas porque colindaba con el límite de la ciudad. Era la última casa antes de vastas extensiones de maleza y vida silvestre incapaces de quejarse del ruido y del argüende. Una vez fuera, Rebeca se recargó contra la fachada de brazos cruzados y ensimismada se concentró en el fondo de la oscuridad absoluta que se apoderaba del otro lado de la calle. Había adoptado una actitud ambigua comparable con quien sube al mástil más alto de la embarcación esperando avistar o bien la anhelada tierra o bien la temida ballena blanca.

-¿Qué pasa capitán?¿Extraña el mar?- le pregunté al tiempo que sacaba un cerillo y lo raspaba contra la lija de la cajita de cartón. La llama alumbró un instante y pronto quedó únicamente encendido el rojo de la brasa del cigarro. De mi boca salió una humarada densa y gris.

Rebeca volteó hacia mí absorta en sus pensamientos y todavía tardó un rato antes de responder.

-Sí, sí extraño el mar, Sirena, ahí todo va bien. Dos barcos hundidos, muchas joyas y quilates de oro robados; islas conquistadas y varios cadáveres. –Pero abruptamente cambió el tono de su voz y mirándome con su único ojo me confesó el motivo de su desazón—Oye, no, ya fuera de broma, estoy bien preocupada. Adentro hay varios que están diciendo de ir al cementerio y presiento que nada bueno va a salir de eso.

Si Rebeca sólo tenía un ojo, quizá era porque no le hacía falta el otro. Tenía mucho de eso que le llaman sexto sentido, su preocupación me inquietó un poco.

-Pero, ¿a qué van? ¿quiénes van?

-Van casi todos. Sebastián, el dragón, se enteró, no sé cómo, de que hoy en la noche habrá el aquelarre de brujas de la región en el cementerio, y les metió en la cabeza a todos que sería muy divertido ir disfrazados. Me preocupa que los agarre la policía o que a las brujas no les parezca la intrusión o no sé, que les pase algo mucho peor. Estoy muy angustiada.

-¡¿Un aquelarre?! ¿estás bromeando? Suena divertidísimo. No sabía siquiera que existían en verdad –dije exaltada y olvidándome de mis dudas por completo –Vamos, Rebeca, no seas aburrida. ¿Cuándo se ha visto un pirata que le tiene miedo a unas cuantas brujitas?

-Pero…

-Ándale, te prometo que no va a pasar nada, cualquier cosa yo te defiendo.

-Pero es que no entiendes.

-Claro que entiendo. Tienes miedo, pero lo que te estoy diciendo es que tienes que hacer justo lo contrario a lo que tus miedos te digan.

-Ash, me chocas, está bien, vamos.

No cabía de la emoción, tomé a Rebeca de la mano y la arrastré dentro de la casa repleta de criaturas extravagantes.

-¡Pirata!, que bueno que apareces, ya nos vamos, ¿vienen o se quedan? -gritó uno que decía estar disfrazado de tiranosaurio rex, pero que tenía más la apariencia de una lagartija gigante.

-¡Vamos!— Grité por ella.

La casa entera pareció retumbar de la exaltación, alaridos de euforia, chiflidos y delicados aplausos de la mujer mariposa me contagiaron de entusiasmo. Hubiese dado de saltos si no fuera porque la estructura de la cola se me clavaba en los huesos de la cadera. Nos apuramos en empinar el último trago, brindamos por la aventura, por las brujas, por los amigos. Rebeca era la única que se mostraba renuente a la celebración colectiva, sin embargo, a regañadientes nos siguió a la salida arrastrando su pata de palo.

Las individualidades se funden en una masa homogénea y es difícil distinguir nuestra voluntad de las del resto. Ya lo decía Aristóteles: El hombre es un animal social. Somos palomillas persiguiendo la atractiva y muchas veces fatal incandescencia de la pertenencia.

Más de una botarga debió ser empujada para lograr cruzar el marco de la puerta, otros debimos pasar de lado y algunos más se tuvieron que desarmar para conseguir salir. Reunidos en el exterior iniciamos nuestra peregrinación rumbo al cementerio. En fila india o de dos en dos nos encaminamos los dieciseis valientes: un centauro y una princesa, dos rinocerontes enamorados, un dragón, una guacamaya, una mariposa caminante, un Sombrerero Loco, un extraterrestre náufrago, un filósofo griego, un Elvis Presley aficionado a los deportes, un tiranosaurio que parecía lagartija gigante, un diablo, un Rey Sol, un pirata amigo, y yo, una sirena terrestre. Sí, éramos dieciseis.

El cementerio se encontraba no lejos de ahí, como a diez cuadras en dirección oeste. Que ¿a qué íbamos? No sé, nadie sabía. Nadie de nosotros sabía qué era o en qué consistía un aquelarre realmente.

 A la orilla del camino altos árboles desdibujaban la luz del alumbrado público y las corrientes de aire producían un siseo al surcar sus hojas; la refulgencia de la luna bordeaba las nubes opacas y amenazantes; nuestros pasos crujían sobre la terracería y algún que otro ratón de campo corría a esconderse entre los matorrales. Sentí miedo y no únicamente por mi naturaleza cobarde, sino por las similitudes entre lo que presenciaba y la ambientación de una película de terror. En caso necesario de escapar de monstruos o de zombies, de mutantes o engendros, los disfraces nos impedirían hacerlo con agilidad, contemplé. Éramos presas fáciles.

Todos hablábamos a gritos para no escuchar el chiflido del viento, ni prestarle atención a nuestros temores. Procurábamos mantener el espíritu festivo que habíamos establecido en la casa; incluso ahora Rebeca contaba chistes y nos carcajeábamos escandalosamente. Pero toda aquella algarabía tenía un tinte de ilegítimo y artificioso.

El Sombrerero Loco me picó la costilla con su dedo índice y casi ahogándose en su propio aire me dijo:

-Sirena, ¿ya viste? Del otro lado del camino van las brujas.

Giré la cabeza tajantemente y entrecerré los ojos para enfocar mejor. En efecto, cinco mujeres cortas de tamaño, con el cabello encanecido y vestidas de negro y púrpura iban al otro lado del camino en nuestra misma dirección. Aparentemente no habían reparado en nosotros, pero nosotros sí en ellas; en seguida nuestra procesión se hizo considerablemente menos ruidosa y más compacta.

La puerta del camposanto estaba ya frente a nosotros, abierta de par en par, tan sólo cruzando la carretera. Daba la sensación de que era el cementerio el que se había aproximado vertiginosamente hacia nosotros y no al revés. Aguardamos, no precisamente por cortesía, a que entraran primero las organizadoras de la  tertulia. Una vez que perdimos a las brujas de vista, tomamos valor, deshicimos filas y creamos una masa amorfa para cruzar la estrada bien pegaditos los unos a los otros, Rebeca y yo nos apretábamos las manos sudorosas.

Sobre el portón metálico se leía en tipografía barroca: Requiescat in pace. Frente aquella consigna, la idea de entrar resultaba más incoherente y absurda que nunca. Antes de toda hazaña la conciencia otorga una segunda oportunidad, un momento para arrepentirse y regresar a salvo a casa; la cuota a pagar es, en algunas ocasiones, una sensación de vergüenza por el fracaso hacia con nuestros congéneres. De igual manera uno puede por el contrario hacer caso omiso a las  turbaciones e impulsado por esta voluntad de origen impreciso (propia o ajena, individual o social), proceder a cerrar los ojos y lanzarse al abismo de la odisea, sea cual sea el resultado final.

La señora Rinoceronte comenzó a llorar –parecía inclinarse por el cobarde regreso a casa— mientras que el señor Rinoceronte la consolaba— o mejor dicho, la convencía de continuar.

-Oigan, ni crean que nos vamos a regresar –gritó efusivo Elvis Presley- ¿Qué pasó, ya se les acabó el entusiasmo? ¡Vamos, compañeros!, ¡Síganme todos, amigos! Ya casi estamos ahí. Salimos juntos, regresaremos juntos. – Elvis Presley animó al grupo como conferencista motivacional que persuade a su público con frases prefabricadas, sea como sea funcionó o nadie quiso regresarse solo.

Adentro del panteón había algunas cuantas tumbas cuyas losas seguían erectas, pero la mayoría estaban derrumbadas, resquebrajadas, enlamadas y olvidadas por quien alguna vez las lloró. Elvis ya no estaba tan entusiasta como en su discurso, ahora, en cambio, igual que los demás, daba pasos cautos sobre las sombras tiritantes del follaje a la vera de las lápidas. El Sombrerero Loco, por su lado, estaba prensado a mi brazo, como si no fuera suficiente lastre el peso de la metálica cola de pescado.

Al fondo de nuestro campo visual, sobre un cerro acontecía una reunión bastante distinta a la que habíamos abandonado hacía menos de media hora en casa de Rebeca, donde habíamos reído, bebido, comido y fumado. Ésta en cambio era una conclave taciturna y solemne. Aunque no se distinguían a ver mucho más que siluetas difusas congregadas en un círculo, se podía reconocer que los integrantes presentaban un llamativo parecido uniforme: misma complexión, misma vestimenta, misma actitud.

Mientras nuestra comitiva liderada por Elvis, el ya no tan entusiasta, se acercaba sigilosamente al montículo, se iba esclareciendo la imagen de nuestro destino paulatinamente: Eran en efecto, como le habían dicho a Sebastián el dragón, brujas practicantes de magia negra las que integraban la circunferencia. Algunas de ellas cargaban lámparas de gas que hacían titilar la cima del cerro.

Busqué a Rebeca a mi lado y atemorizada le pregunté al oído: “¿Qué les vamos a decir cuando lleguemos a su lado? ¿Nos presentamos o qué?” Taciturna y concisa respondió: “No sé.” Insistí: “¿Explicamos porqué estamos disfrazados o simplemente nos integramos al grupo? Rebeca, Rebeca ¡Rebeca dime algo! ¿Qué hacemos?” Esta vez no contestó sólamente me volteó a ver con una sentencia condenadora en el rostro.

Los cuerpos de las brujas se habían engrandecido conforme se acortaba la distancia. Mi corazón latía tan rápido que hacía a mi cabeza punzar al mismo ritmo. Escuchaba el crujido de mis pasos automatizados sobre la hojarasca y la grava. Hubiese querido detener la marcha, pero mis piernas ya no respondían a mis órdenes.

En un instante, cuando estuvimos a unos escasos metros, como la chispa de un cerillo, el círculo de brujas se disipó y se abalanzó contra nosotros. Dejé de saber de los demás. Mi sentido de supervivencia me impidió ver más allá de mi existencia. Hubiera querido defenderme, por lo menos gritar o insultar, pero el desconcierto se había llevado mis movimientos, mi voz y a mis compañeros. La ola del miedo me revolcaba y no lograba distinguir el fondo de la superficie.

 Un abrazo constrictor me apresionó y levantó del suelo por la espalda. Pataleé, me retorcí, grité y lloré, pero no pude escapar de la opresión. Podía escuchar la respiración ronca de mi agresor, pero no conseguía ver su rostro, lo único seguro es que tenía una fuerza descomunal. El desconocimiento de mi asaltante multiplicaba mi angustia.

 Tengo el vago recuerdo de que alguien introdujo en mi boca un pedazo de papel a la fuerza, de inmediato éste se ablandó con la saliva. Había resuelto que no lo tragaría. No, no lo tragues, reténlo, reténlo… No pude retenerlo. Ya casi inconsciente mi lengua lo empujó mecánicamente hacia atrás y ahí no pude evitar deglutirlo. Caí al suelo al instante y dejé de tener control sobre mi cuerpo, especialmente sobre la cola de pescado con armazón de metal que emancipada latigueaba violentamente a su antojo. El sostén sin tirantes en forma de conchas ahora colgaba alrededor de mi cintura. Perdí la consciencia por completo, dejé de sentir miedo y pudor.

El tiempo sólo existe para el observador que lo presencia, pero mi mente no registró cuánto tiempo permanecí tumbada boca arriba, así que no fue corto ni largo, rápido ni lento, fue nulo. Cuando abrí los ojos nuevamente vi una imagen que hubiera preferido no haber visto, hubiese querido regresar a ese tiempo nulo y sin registro. Rebeca lo había previsto y yo no puse la suficiente atención a  sus temores, ahora me lamentaba. Era muy tarde, toda la alegría y el gozo de aquella noche se había desvirtuado.

Lo que miraba era muchísimo peor que mis temores. Mis quince compañeros se habían degenerado en la expresión más vil de sus pasiones: la princesa de cuento había defecado sobre una lápida y ahora se entretenía embarrando de excremento a quien que pasara junto; el señor Rinoceronte había atravesado a la señora Rinoceronte con su cuerno, y ahora hurgaba entre las vísceras que salían de la botarga; el centauro y el Rey Sol se inyectaban en el antebrazo alguna sustancia hasta el desconocimiento; la guacamaya y el tiranosaurio compartían el cuerpo de la mariposa, al principio la mariposa daba delicados aplausos, después hubo un silencio sepulcral; el Sombrerero Loco giraba sobre sus pies y soltaba carcajadas ruidosas que lo retorcían y tiraban al suelo; el extraterrestre y el dragón, ensangrentados se tasajeaban el uno al otro con cuchillos en mano; Elvis Presley y el filósofo se divertían pateando hasta la desfiguración lo que parecía un cadáver; y la que había sido un pirata e incluso una amiga llamada Rebeca se erguía sobre su pata de palo postiza y su pierna normal mirando ajena el espectáculo alrededor con su único ojo, de brazos cruzados y con una sonrisa que la traicionaba.

La marea ha sacado a un pez del océano y ahora tendido sobre la arena, el animal sacude enérgicamente su cuerpo, no merece morir aún. Las olas truenan junto al moribundo intentando alentarlo con su rumor y la caricia de su espuma. El agonizante se da cuenta que es en vano el combate y se concilia con la muerte. Tranquilo ve con un ojo arena y mar, con el otro cielo y nubes. El pez nunca antes había visto el azul del cielo, ahora entiende porqué debe morir. Debe alzarse al reflejo de su existencia.   

A diferencia del pescado yo no me sacudí. Tampoco quería ver, pero vi. Varada por una cola de metal, varada por la impotencia y el miedo, el tiempo se volvió lento y largo. Cansada del miedo y el horror que entraba por mis ojos, cerré los párpados y aunque el sonido seguía entrando por las orejas, comencé a esperar, a esperar y a esperar. Hasta que llegaron la espuma del mar para acariciarme y el susurro de sus olas a darme aliento.

Collage de: Marko FerraraInstagram: Markollage

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9 comentarios

  1. Excelente, Sofi…
    Me encanta tu narrativa que se sumerge profundamente en los vericuetos de la psique, la vereda del comportamiento social y el humor “sanamente” sarcástico… la amenidad viene omplicita.

    Le gusta a 1 persona

    1. Me encantó tu texto Sofía!!!! Es excelente, muy bien narrado, bien llevada la historia, con ritmo, inteligencia y humor. El lector se engancha desde el prinicpio y va descubriendo verdades profundas del ser humano y la sociedad a travès de personajes y situaciones inverosímiles y sin embargo, perfectamente lógicas en el universo de tu escritora. Sigue cultivando ese arte, te muves literalmente como sirena en el agua. MI aplauso y cariño para tí. Abrazos.

      Le gusta a 1 persona

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