En la bruma

Hace ya tiempo me ocurrió algo insólito. No obstante, la enorme distancia temporal que me separa del suceso, así como su naturaleza extraordinaria, me hace pensar que quizá lo vivió otra persona o que bien se trata de un sueño. De cualquier forma, vale la pena narrar el evento aludido, así que me entrego de lleno a la tarea, no sin antes advertirle a mi estimado lector que me veré obligada, con fines meramente prácticos y narrativos, a darme licencia de rellenar y modificar imprecisiones históricas.

Habiéndolos advertido, comienzo de inmediato: estaba yo aquel día paseando entre las albercas y jardines de un hotel de playa, ataviada en chanclas, bermudas y con el traje de baño abajo por si llegaba a ofrecerse un chapuzón. Se trataba de uno de estos oasis verdes, tupidos, selváticos y diversos que pródigos jardineros, para el deleite de huéspedes que pagan paquetes todo-incluído, logran hacer crecer sobre tierras arenosas con vista al mar, a costa de litros de agua, del acarreo de toneladas de humus y de la alteración violenta del ecosistema.

En ese edén artificial estaba yo, cuando me entraron unas ganas incontrolables de orinar, así que me apeé a la palapa que señalizada con un anuncio sobre él habían estampado los ideogramas habituales de una mujer y un hombre simplificados con figuras geométricas, indicando la presencia de un baño. Crucé el umbral con excesiva urgencia fisiológica, mas dentro no atiné a reconocer mi entorno, un vapor espeso lo cubría absolutamente todo, los espejos estaban empañados y la bruma no me permitía ver mucho más allá de la punta de mi nariz (que bueno, no es una distancia despreciable).

Resuelta, di unos pasos más rasgando con mi cuerpo la densa bruma. Los colores de mi ropa, de mi piel, de mi pelo parecían agrietar el velo níveo; mi masa y figura tenía un grado de solidez superior que agredía disonante al monocromático blanco de la neblina imperial.

De pronto, me percaté de que, al fondo, la presencia de otra figura ajena al vaho transgredía el diáfano albor. Al principio, tan solo fue una silueta borrosa; después, acostumbrando la vista y aproximándome unos pasos más, se reveló ante mí el perfil de una mujer cubierta con bata de baño y con una toalla enroscada como serpiente sobre la cabeza a modo de turbante. Seguí avanzando guiada únicamente por su contrastante coexistir con el vapor, hasta llegar a un costado de la mujer. Aún así, ella pareció no notarme, estaba embebida con su imagen acuosa y difusa. Tenía la mirada fija en su reflejo distorsionado por las gotas de sudor que se escurrían sobre la irregular ventana de espejo, desempañado por la mano de ella. A pesar de que su cara y cuello estaban embadurnados y cubiertos con una gruesa mascarilla de arcilla, distinguí se trataba de una mujer entrada en años.

Me pareció de mala educación estar viéndola sin ser vista, notarla sin ser notada, estar presente sin su presencia: la dama parecía estar del otro lado del espejo, haberlo atravesado y estar fumando de la pipa de la Oruga Azul. Así que carraspeé y aclaré la garganta para llamar su atención. Funcionó. Al percatarse de mi existencia me dijo en voz muy bajita, para no tener que articular demasiado, para no usar los músculos faciales y estirar la piel del rostro:

“Buenos días, señorita.” No la corregí porque, aunque afuera ya hacía algunas horas que el reloj marcaba pasadas el mediodía, en ese cuarto estábamos suspendidos en un punto incierto de la línea del tiempo. “Perdón que no prenda las luces,” volvía a hablar en ventrílocuo, “Es que, ¿sabes que las luces artificiales también dañan el cutis?” Sin importarle mi respuesta prosiguió: “Los jóvenes de hoy en día luego son muy inconscientes y creen que nunca va a llegar el día en que envejezcan y pierdan su hermosura. Yo siempre lo supe y por eso me he cuidado mucho.” Continuó en un susurro tan delgadito que me pregunté si no estaba alucinando las palabras “Fíjate si no, llevo diez años aquí aislada, lejos de las luces, del smog, de la gente y de todas esas asquerosidades que le arruinan a uno su juventud y belleza. Aquí el vapor me mantiene la piel humectada. Mira, mira, ve mis senos son los de una jovencita.” Se abrió la bata y me dejó ver todo su cuerpo desnudo. “Mira, tiéntalas para que veas” En un segundo lo vi “Todo”: su piel combatiendo fatídicamente la inevitable fuerza de la gravedad, su cuerpo zanjeado por marcas de vida, su ralo vello púbico encanecido, sus tetas redondas cada una con senda cicatriz del marchito pezón.

Sintiéndome culpable de ver la inexistencia del traje nuevo del Emperador, horrorizada por la vanagloria de la ajada Emperatriz, con todo el tacto posible del que fui capaz me disculpé:

“Perdón, me urge pasar al baño a hacer pipí.”

 Entonces me apresuré a buscar a tientas la puerta de una letrina tras la cual me encerré, la mujer al otro lado siguió con su perorata: “Yo a tu edad me ponía 43 cremas antes de dormir, hoy uso 123. Tú deberías …” Continuó y continuó, mientras que yo me bajé el short y el calzón del bikini y en medias cuclillas dejé salir el apremiante chisguete de orina. ¡Qué aliviada se sintió mi vejiga! “Ahora verás cuando me quite la mascarilla lo tersa que es mi piel…” Tal vez sin siquiera jalar la palanca del excusado, seguro sin despedirme, salí discretamente del cuarto de baño entretanto la vieja seguía su soliloquio. Trastabillé con la blancura y me escondí entre el vaho hasta que dejé atrás, primero, a la mujer vieja que se admiraba en el espejo empañado y, luego, afuera del baño y nuevamente en los jardines del hotel, el recuerdo de una figura imprecisa que perturbaba el candor de la bruma.

Imágenes de: Catalina Mesa Zamudio / Instagram: @magentapunchFacebook: Magenta Punch

Para leer sobre la artista y su colaboración con En Sueño, da click en el botón de abajo.


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